Emancipación
y trama vincular: los afectos subyacentes a las relaciones de autoridad
Emancipation
and bonding plot: t equality, dissent and affection he underlying affections of
authority relations
Mónica Coronado
Autor
Corresponsal: momecoronado@gmail.com
https://orcid.org/0009-0002-3120-5968
Universidad Nacional de Cuyo,
Argentina.
Doi: https://doi.org/10.35756/educaumch.202423.309
Recibido: 08 de enero 2024
Evaluado: 02 de febrero 2024
Aceptado: 12 de abril 2024
Cómo citar
Coronado, M. (2024).
Emancipación y trama vincular: los afectos subyacentes a las relaciones
de autoridad. Revista EDUCA UMCH, (23), 31–46. https://doi.org/10.35756/educaumch.202423.309
Resumen
Este
trabajo aborda la autoridad docente en un contexto de fragilidad de los lazos
sociales a partir de sus compromisos educativos, su configuración afectiva y su
raigambre ética. Se concibe como un vínculo circunscripto institucionalmente,
dinámico, cambiante, inestable y necesario para la tarea educativa en la doble
función que le atribuye Arendt, de cuidado del mundo de los recién llegados,
como de ese mismo sujeto que llega a revolucionarlo. Es considerada, en
relación con lo planteado por Sennett, como una de las cuatro emociones
distintivamente sociales, ya que establece un vínculo y es una expresión de
sentimientos respecto a las otras personas. Es habilitada en los inicios de la
vida, en el contexto familiar, prepolítico, por el interjuego entre la ternura
y la absoluta dependencia e indefensión del recién llegado, luego legitimada en
el ámbito público de la escuela por la misma responsabilidad de educar en clave
emancipatoria. Como toda expresión emocional y de poder, a la vez, suele ser
objeto de sospecha por sus frecuentes excesos y desbordes; no obstante, es
necesaria y ética cuando se encuentra sostenida por la intención de educar en
la confianza y el respeto recíproco, asimismo cuando puede ser desafiada,
confrontada y puesta a prueba en la pujanza del desarrollo. La autoridad pedagógica, que atraviesa el
vínculo escolar entre adultos, ya sea como equipo directivo o docente y
personal adulto de la escuela, y de estos con estudiantes, puede ser pensado en
clave de lazo, de vínculo de confianza, amoroso, recíproco y solidario.
Palabras clave: autoridad docente,
emociones, confianza, respeto, poder.
Abstract
This work addresses the teaching
authority in a context of the fragility of social ties, from its educational
commitments, its emotional configuration and its ethical root. It is conceived
as an institutionally circumscribed link, dynamic, changing, unstable and
necessary for the educational task, in the dual role that Arendt attributes to
it, of caring for the world of the newcomers, as well as that very subject that
comes to revolutionize it. It is considered in relation to what was raised by
Sennet that it is one of the four distinctly social emotions, as it establishes
a bond and an expression of feelings towards other people. It is enabled at the
beginning of life, in the family, pre-political context, by the interplay
between tenderness and the absolute dependence and indefence of the newcomer,
then legitimized in the public sphere of the school by the same responsibility
to educate, in an emancipatory key. Like every emotional expression and
expression of power, it is often the subject of suspicion because of its
frequent excesses and overflow; nevertheless, it is necessary and ethical when
it is sustained by the intention to educate, as in trust and mutual respect, as
well as when it can be challenged, confronted and tested in the majesty of
development. Pedagogical authority,
which transcends the school bond between adults, whether as a management team
or teacher and adult staff of the school, and of these with students, can be
thought of as a key of bond, of bond of trust, loving, reciprocal and
solidarity.
Keywords: teaching authority, emotions, trust,
respect, power.
Introducción
La
autoridad de quien cuida y de quien educa parece puesta en cuestión en épocas
de fragilidad de los vínculos. Esta fragilidad afecta en mayor medida a niños,
niñas y adolescentes debido a su dependencia de un mundo adulto que parece en
retirada.
En efecto, hace décadas Arendt (1996) señalaba que el
problema de la educación es que debe desarrollarse en un mundo que ya no se
estructura por la autoridad, ni se mantiene unido por la tradición, ambas
imprescindibles, por su propia naturaleza, para esta tarea. Por su parte,
Sennett (2000) comenta que “la organización a corto plazo de las instituciones
modernas limita la posibilidad de que madure la confianza” a la cual considera
como un “elemento central de la autoridad”; añade que “el lema nada a largo
plazo significa moverse continuamente, no comprometerse y no sacrificarse” (p.
23).
Ni la educación ni la crianza son viables sin ese
compromiso, y, por ende, sin esa autoridad que madura en la responsabilidad
respecto a quien es puesto en nuestras manos. En este sentido, Sennett (1980)
expresa que “si no hubiera lazos de lealtad, autoridad y fraternidad no podría
funcionar mucho tiempo ninguna sociedad como un todo, ni ninguna de sus
instituciones” (p. 11). Para este autor, los vínculos emocionales tienen consecuencias
políticas; así, define al vínculo de autoridad como la “expresión emocional del
poder”. “Mediante sus emociones, las personas expresan la plena conciencia unos
de otros. Mediante sus emociones, las gentes tratan de expresar el significado
moral y humano de las instituciones en las que viven” (Sennett, 1980, pp.
12-13).
El respeto, la ternura, la empatía, la confianza, el
compromiso, la responsabilidad, el reconocimiento, la admiración, como también
el miedo, la decepción, el temor y el enojo, se inscriben en los diversos
vínculos de autoridad en que alguien tiene o ejerce un poder sobre nuestras
vidas. Instituciones o personas que toman decisiones que crean “condiciones
capacitadoras” para poder persistir y prosperar, que hacen que la vida sea “vivible”
(Butler, 2010, p. 39). La autoridad es, como los afectos que la tiñen, el
producto de una construcción social y cultural (
En el ámbito familiar, los lazos de autoridad surgen
directamente de los vínculos emocionales. Por su parte, en el ámbito escolar,
que acontece en el campo de lo público, bajo una organización jerárquica, hay
diversos ámbitos de responsabilidad y, por lo tanto, de autoridad. Ya sea el
del equipo directivo respecto al docente, y del equipo directivo respecto a las
unidades de supervisión o inspección, y estos últimos a las organizaciones de
gobernanza del sistema. Estos lazos de autoridad, aún formalizados, pueden
manifestar tanto respeto y consideración, como desconfianza y sospecha. Cuando
se expresan en acompañamiento y orientación, promueven la autonomía y el
desarrollo profesional, en pos del logro de metas compartidas, generalmente
redunda en involucramiento y en un clima armonioso y colaborativo. También,
estas relaciones formales de autoridad pueden ser hostiles, de vigilancia y
control, de sospecha y desamparo frente a cualquier error, con la consecuencia,
en muchos casos, de malestar, desasimiento de las metas y compromisos, y de
evitamiento (
Planteado este punto, el trabajo se enfoca en la autoridad
docente referida a la del mundo adulto representado en la escuela a través de
directivos, docentes, personal escolar, respecto a niños, niñas y adolescentes,
con quienes entablan una relación asimétrica y con una fuerte implicación
socioafectiva.
En las complejas relaciones intergeneracionales de la época,
Meirieu (2006, p. 42) habla de “de ligazón generacional”, suele lamentarse el
deterioro, la pérdida, ausencia o agotamiento de la autoridad, como también sus
desbordes y excesos autoritarios. Como vínculo “entre personas desiguales”
(Sennett, 1980, p. 18), es precisamente la construcción social, política,
cultural y afectiva de esa desigualdad la que da el tono emocional a este
vínculo.
Hay en la autoridad, según Sennett (2020), un proceso de
interpretación del poder, de su sentido y de la forma en que se percibe al otro,
del que deriva un “sentimiento de autoridad” (p. 27). Entonces, cabe
preguntarse, ¿se puede ejercer la autoridad, sobre todo con niños, niñas y
adolescentes desde una pretendida neutralidad afectiva?, ¿qué papel juegan los
afectos y las emociones en los modos de ser y hacer autoridad?, ¿cómo se
sostiene el poder, la legitimidad y la integridad de este vínculo y se
contribuye a madurar la confianza?
Cuando los infantes y adolescentes son concebidos como
sujetos incapaces, subordinados y tutelables, se exige rigor al educador y
obediencia sin matices por parte del educando. Con el avance de perspectivas
que los consideran sujetos de derechos se cuestiona este tipo de expresión
inflexible de poder y subordinación, que frecuentemente legitimó la violencia para
el sometimiento. Actualmente se reconoce que se trata de un vínculo, en doble
sentido, sin dudas asimétrico, de reconocimiento mutuo y de responsabilidad por
parte de quienes educan, aun cuando ocasionalmente implique cierta “benéfica”
coerción. Es justamente esa faceta casi ineludible de imposición, de una
responsabilidad hecha poder de carácter irrenunciable, la que suele generar
ríspidos debates. Es frecuente en la actualidad la emergencia de discursos que
consideran como un rasgo epocal las
dificultades adultas para establecer o imponer “límites” a niños, niñas y
adolescentes, por lo cual son percibidos como más indóciles y transgresores, o
decididamente indiferentes “al mundo tal cual es” presentado por los adultos,
como refiere Tedesco (2001).
Respecto al debate actual sobre los “límites”, Arendt
(1996) señaló la relación existente “entre la pérdida de la autoridad en la
vida pública y en la vida política, por un lado, y la que se produjo en los
campos privados y prepolíticos Ul de la familia y de la escuela, por otro” (p.
242).
En cuanto a lo planteado por Tedesco
(2001) que refiere como una de las consecuencias de un “nuevo capitalismo”
ser generador de fenómenos de exclusión definidos “precisamente, por la mayor
precariedad, la ausencia o la ruptura de los vínculos” (p. 92). Esto ocasiona
importantes cambios en los procesos de socialización y transmisión cultural que
tienen en sus inicios una importante “carga afectiva” (p. 92) y una
identificación con el mundo tal cual es
presentado por los adultos. Para este autor, las familias contemporáneas
tienden a asumir un carácter de “red de relaciones”, sin asimetrías, en
donde sea posible los intercambios en los procesos de transmisión cultural.
Estos cambios en la estructura y función familiar, que Tedesco refiere como de
desinstitucionalización, “parecen basarse en la idea de no hacerse cargo del
destino de las personas” (p. 92). Estos cambios en los procesos de
socialización han incidido, asimismo, en la modalidad de la cual se hace cargo
la autoridad escolar, aunque la primacía de su función transmisora y su
estructura formalmente asimétrica no la exime de ejercerla y le exige un uso más
democrático de la autoridad para poder convivir y hacer convivir, para enseñar
y aprender.
Indudablemente, no son épocas sencillas para la educación ni
para la autoridad; como refiere Sennett (2000) justamente por la fragilización
de los vínculos y la tendencia a “no comprometerse y no sacrificarse” (p. 23).
Desdeñar la autoridad por la responsabilidad que implica o por considerarla
hostil a la emancipación del sujeto, como señalan desde diversas perspectivas
Arendt, Sennett y Tedesco, es una cómoda forma de no hacerse cargo.
Arendt (1996) sostiene que declinar la autoridad manifiesta
el absurdo de tratar a los niños como si fueran una minoría oprimida que
necesita ser liberada, una concepción que, para esta autora, “se aplicó en las
modernas prácticas educativas”, con la consecuencia de que “los adultos
desecharon la autoridad”, algo que para esta autora “solo puede significar una
cosa: que se niegan a asumir la responsabilidad del mundo al que han traído a
sus hijos” (p. 242). La autoridad opera en sus propios ámbitos y red de
relaciones, como un vínculo justificado y legitimado por la responsabilidad de
cuidado respecto a alguien que depende de alguna forma de nuestro poder.
Implica no solo poder, sino también la capacidad de influir y una intención de beneficio,
por eso se consolida y sostiene en la confianza y el respeto, en una
reciprocidad asimétrica de reconocimiento. La sumisión por el miedo o la
coacción son el resultado del autoritarismo, en donde se apela a formas de
poder que enfatizan la subordinación, la obediencia, el control y el castigo,
más que a la capacidad de crear relaciones de responsabilidad que hacen que madure la confianza, resultado del
reconocimiento y la valoración.
En este contexto epocal
se requiere revisar nuestras concepciones y prácticas sobre la autoridad
pedagógica, desde su consideración como un lazo de compromiso que se despliega
en un vínculo de reciprocidades, poder y asimetrías que da cuenta y se legitima
en la responsabilidad, la de educar. En la integridad de este lazo desempeñan
un papel fundamental los sentimientos de empatía, respeto y confianza; como
también la asunción de cualquier resistencia o desafío como algo perfectamente
normal y previsible, como señala Meirieu (2006). En efecto, su ejercicio
requiere ser autorizado (Greco, 2007), es decir, que se reconozca la influencia
y el poder de quien la ejerce respecto a la propia vida o desarrollo; se tema o
confíe en su capacidad de ejercer un poder, que puede ser usado tanto para el
acompañamiento y orientación como para la intimidación o el sometimiento.
La ternura: el milagro del puro
inicio y el llevar hacia la regla
El nacimiento es el punto de partida para pensar la
educación, afirma Arendt (1996), pues es la natalidad
la que habilita la recepción y cobijo del que llega trayendo la novedad, un
vulnerable revolucionario que irrumpe
y trae lo nuevo a un mundo viejo, que se encuentra en marcha.
Quien se ocupa de la tarea de
cuidado se encuentra autorizado en tanto intenta ocuparse de cubrir esa
sustantiva necesidad de protección dada por la dependencia, en la
responsabilidad por quien puede subsistir en tanto cuente con una red de manos
(Butler, 2010).
Ese nacimiento no solo exige
cuidados físicos y un fuerte vínculo emocional, sino también acciones para
sumarlos y hacerles cabida en un
mundo que se encuentra en marcha, y que a menudo no ofrece una bienvenida ni es
muy hospitalario. Las funciones de cobijo suman las de socialización. La
ternura y la disponibilidad, la protección y el estímulo a desplegar las
capacidades, son el marco de la amorosa invitación a hacerse parte del mundo.
En la primera infancia, la autoridad, tanto como el cuidado, son una necesidad
básica de quien necesita imperiosamente no solo esa protección y amparo, sino
también guía y orientación, a la vez que para el adulto es la forma de expresar
su atención a otros (Sennett, 1980).
Quién cuida, a su vez, se puede encontrar más o menos
amparado y sostenido para cumplir sus funciones y dar cuenta de su
responsabilidad.
No es que primero nazcamos y luego nos volvamos precarios,
sino, más bien, que la precariedad es coincidente con el nacimiento como tal
(el nacimiento es, por definición, precario), lo que significa que importa el
hecho de que un niño pequeño vaya a sobrevivir o no, y que su supervivencia
depende de lo que podríamos llamar una “red social de manos”. Precisamente
porque un ser vivo puede morir es necesario cuidar de ese ser a fin de que
pueda vivir (Butler, 2010, p. 31).
Para Arendt (1996) las tareas de protección invocadas por
esa precariedad tienen un doble sentido, pues se dirigen tanto a los recién llegados como a ese mundo
en el que han de vivir y convivir.
Educar implica decidir sobre ambas cuestiones. Tenemos una
responsabilidad de dar a conocer el mundo al que llegan, del cual nada saben,
como de cuidarlos para que puedan habitarlo y traer su propia novedad; por lo
cual, como señala esta autora, no podemos arrojarlos al mismo y librarlos a sus
propios recursos. Hacerlos, amorosamente, parte de ese mundo, es la tarea
primera de esa autoridad.
En este sentido, Kaplan et al. (2012) comenta que “la
educación, en definitiva, consiste en una socialización sistemática de las
jóvenes generaciones” (p. 12), por lo cual se trata de un vínculo atravesado
por la ternura, socializante, intencional y objeto de resistencia por parte de
quien es un otro, no una cosa de la cual se puede disponer y modelar a gusto.
Para Dubet y Martucelli (1998) esta socialización es un proceso paradójico que,
por una parte, “es proceso de inculcación” y por otra “solo se realiza en la
medida en que los actores se constituyen como sujetos capaces de manejarla” (p.
15).
En efecto, en ese recibirlos,
cuidarlos, hacerles espacio, “socializarlos” y orientarlos se ejerce también
ese poder de encauzar el desarrollo. Como afirma Meirieu (2006) “el adulto no
es la regla, él es quien lleva al chico hacia la regla”, con la ayuda del
adulto, “de a poco, el niño tendrá que ir comprendiendo que su deseo no hace la
ley, que su deseo choca con la existencia de los demás y va a tener que aceptar
salir de su omnipotencia” (p. 44). Socializar es un proceso que requiere,
además de ternura, ciertos andamiajes, firmeza y consistencia, en el cual el
adulto opera como guía, frontera y, a la vez, mediador. Al respecto Sennett
(1980) expresa que “ningún niño podría madurar sin el sentimiento de confianza
y protección que procede de su fe en la autoridad de sus padres” (p. 12), pues
en el interjuego amoroso se desarrollan sentimientos mutuos.
La ternura es, para Ulloa, “la
primera patria del sujeto” (en Fernández, 2004, p. 14). Para este autor, la empatía, el miramiento,
el buen trato son la base de la constitución ética del sujeto y por lo tanto
las bases sobre las cuales se asentará el vínculo de autoridad.
El escenario donde el cachorro humano se va constituyendo
sujeto pulsional es el de la ternura. Cuando se habla de la ternura, uno tiene
la sensación de que, si bien es una idea valorada, la misma aparece dudosamente
articulada solo a lo blando del amor. Sin embargo, la ternura es el escenario
formidable donde el sujeto no sólo [sic] adquiere estado pulsional, sino
condición ética (
Para educar contamos con recursos, uno de ellos es la
autoridad. De hecho, esta autoridad de los adultos, de los cuidadores, como
señala Arendt (1996), puede estar latente
por momentos, como por ejemplo en los intercambios amorosos entre madre/padre e
hijo/a, en situaciones de juego o de conversación, o mostrarse con firmeza en
ese llevar hacia la norma, en el resistir e insistir para construir la vida en
común. Son absurdas las prácticas educativas que consideran a la infancia como
una minoría oprimida que necesita ser liberada; como irresponsables aquellos
adultos que desechan la autoridad, ya que “se niegan a asumir la
responsabilidad del mundo al que han traído a sus hijos”. (Arendt, 1996, p.
242). Al respecto Meirieu (2006) manifiesta su preocupación por que “los
adultos somos, en forma constante, requeridos para regresar a nuestra propia
infantilización” (p. 43), rota esa asimetría necesaria del cuidado, solo puede
generar desamparo.
Arendt (1996) hace referencia a esta
autoridad familiar como un campo prepolítico, con consecuencias en la vida
democrática, en tanto el proceso de convertirse en un ciudadano comienza con la
vida misma. Es por esto que Meirieu (2006) afirma que la educación y la
democracia se inscriben en el mismo movimiento, que es la renuncia a la
omnipotencia y al narcisismo. Para este autor, cuando se le pide a un niño que
renuncie a ser el centro del mundo, se le está “pidiendo como ciudadano que se
inscriba en un colectivo, que renuncie a que su comunidad le imponga su ley a
lo colectivo”; ambas son “condición para aprender” (pp. 44-45).
Lo impositivo de la autoridad y las
crueldades del autoritarismo
La
autoridad pedagógica es un tipo muy específico de autoridad, ya que es de
carácter contextual, temporal y situado, se ejerce, inicial y provisoriamente,
derivada de la función, pero luego se consolida y gana cotidianamente para que
sea duradera. Esta autoridad del que enseña entraña un poder, y cuenta con
recursos para imponerse. En el mejor de los casos se sostiene desde una
perspectiva emancipatoria que reconoce tanto la responsabilidad de
socialización, educación y cuidado como la progresiva autonomía del otro dada
por su desarrollo y crecimiento, como también sus resistencias ante las propias
resistencias que le presenta el mundo y los otros.
Crecer es aceptar que el mundo existe por fuera de nosotros,
que no somos omnipotentes, que el mundo nos ofrece resistencia y que no depende
de nuestra propia voluntad, y que debemos renunciar a interpretar todo
(Meirieu, 1996, p. 44).
Como todo vínculo humano desigual, asimétrico, puede estar
atravesada por la ternura como por la crueldad. Para Sennett (1980) el vínculo
de autoridad tiene un doble sentido, tanto de conexión, como también, en el
sentido “vinculatorio” (p. 11), de imposición; asimismo, señala, es ambiguo ya
que raramente es estable.
En cuanto a su carácter impositivo, Dubet y Martucelli (1998)
comentan que, si bien la exigencia de reciprocidad sustituye a la obediencia
natural, apelamos a ella cuando necesitamos guiar, organizar, orientar o
sostener algunos procesos de desarrollo. Una autoridad amorosa, que cuida y
educa, también constriñe y, en definitiva, lo hace hasta volverse cada vez
menos necesaria, con la autonomía creciente del sujeto que estará sometido a
nuevas autoridades en otros ámbitos, tal vez mucho menos considerados.
Para Meirieu (2006), es posible afrontar la pujanza del desarrollo,
aún en la incertidumbre, cuando se establecen algunos marcos de referencia que
orientan y articulan las normas (aunque nos recuerde que a menudo no resulta
agradable hacerlo). Se trata de
normas imprescindibles, pues permiten no solo “nacer al mundo”, sino también,
“nacer a la ley, nacer a lo posible, nacer a la voluntad, nacer a lo político”
(p. 6). No se puede cobijar ni
socializar sin sostener y constreñir; de hecho,
Respecto a este punto, como afirma Diker (2007), la
autoridad no puede fundarse en la persuasión como tampoco en la coerción (mucho
menos en formas larvadas de manipulación y extorsión), ya que la misma supone
una asimetría, una estructura comunitaria jerarquizada y un respeto
incondicional hacia la instancia reconocida como superior; la misma no se basa
ni en la coerción ni en el consenso, sino en la confianza en el buen juicio del
adulto respecto al bienestar del niño, niña o adolescente.
Todo proceso educativo implica algunas fricciones,
confrontaciones intergeneracionales y ciertas pequeñas y mesuradas “violencias”
subjetivantes (Aulagnier, 1977) en el
sentido de que son ineludibles porque la norma, mediada por el adulto, se
impone.
No obstante, cuando prevalece una noción y prácticas de
autoridad, como puro ejercicio del poder con su carga disciplinaria, represiva
o de imposición, se violenta a quienes la padecen. Los castigos físicos, el
amedrentamiento, cualquier forma de manipulación, humillación o violencia
psicológica expresan crueldad y el ejercicio de un poder despótico. Como tales
dejan huellas indelebles de sufrimiento y perturban el desarrollo, tanto de
organizaciones o instituciones como en sujetos.
La autoridad sin ternura, sin hospitalidad, disponibilidad y
compromiso es un ejercicio crudo de poder o de desasimiento e indiferencia. En
efecto, tan cruel es el maltrato como la indiferencia, en la cual se desiste de
cualquier responsabilidad como de un vínculo de cuidado que puede tornarse
abiertamente cruel, en la violencia del maltrato o de la indiferencia.
Entonces, ¿de qué modo se configura la autoridad en un escenario de crueldad en
el cual un niño, niña o adolescente recibe indiferencia porque es considerado
superfluo, banal, prescindible?, ¿cómo puede comprender el mundo y hacerse
lugar en él, cuando no es bienvenido, ni esperado, ni querido? Y, ¿se puede
ejercer la autoridad sobre aquel a quien no nos interesa acompañar, cuidar,
educar?
Tanto el desprecio del otro, la crueldad, como la
indiferencia, sea por parte de quien ejerce la autoridad como de aquel que es
objeto de la misma, rompe el lazo de reconocimiento y de reciprocidad que la
legitima. Sennett (1982) trata en forma exhaustiva la cuestión de la
indiferencia en relación con la autoridad y señala que acontece “cuando otros
necesitan a una persona más de lo que esta los necesita, esa persona puede
permitirse actuar con indiferencia ante ellos”; es decir, cuando “no se le
ofrece reconocimiento: simplemente no se la ve”, como una persona cuya
presencia importa. Para este autor implica mantenerse frío cuando otros le
piden algo a uno o desafían y la considera como es “una forma de mantener la
superioridad” (Sennett, 1982, p. 87). Este tipo de reacción es padecida, por
ejemplo, por docentes que son eventualmente ignorados por sus estudiantes, sus
indicaciones no son atendidas y se enfrenta con constantes dificultades para
establecer algún tipo de disciplina en torno a los objetivos de aprendizaje,
posee la autoridad formal, pero se encuentra desinvestido de poder,
precisamente por la ausencia de registro y reconocimiento por parte de sus
estudiantes.
De hecho, la indiferencia coloca al indiferente en una
situación de dominio: “quien es indiferente despierta nuestro deseo de que se
nos reconozca; queremos que esa persona advierta que tenemos suficiente
importancia para que se nos advierta. Podemos provocarla o denunciarla. Esta
indiferencia, emerge a menudo en el ámbito escolar como ausencia de respuesta,
de implicación, motivación o interés. Por lo contrario, la resistencia es una
forma clara de reconocimiento.
Como afirma
Las formas dominantes de autoridad destructivas, para
Sennett, carecen del elemento de protección. Imposible educar al que es considerado superfluo, descartable, indeseado
(Bauman, 2005). Mucho menos ejercer la autoridad
cuando prima la expectativa de que ese otro desaparezca u ocupe el menor
espacio posible. Como hemos señalado, la autoridad tiene como prerrequisito la
bienvenida, la hospitalidad, la empatía, miramiento y buen trato. Si el otro no
es considerado relevante, valioso y esperado, sea infante, adolescente o
adulto, si no hay ternura ni indulgencia no se les puede exigir que reconozcan
una autoridad que no los “justifica” como seres humanos, ni autorizar al que
los desprecia.
En esta línea, Sloterdijk (2008) refiere al niño que es
percibido como superfluo, es decir, ese “mediante el cual llega el mal a la
sociedad’. El niño superfluo es el niño “no justificable al nivel de una
ecología de la indulgencia” (p. 125).
La resistencia o la indiferencia suelen ser la respuesta a
niños, niñas y adolescentes que son muy consentidos, rechazados o considerados
“no justificables” o prescindibles, en una comunidad o institución. Una
autoridad sin ternura y sin indulgencia, solo se impone para excluir, pues no
hay intención de dar o hacer cabida en el mundo.
Esta crueldad admite, asimismo, formas refinadamente crueles
como patologizar o criminalizar resistencias, oposiciones, indocilidades y
desobediencias a la autoridad. La escuela, afirman Dubet y Martucelli (1998)
“tiene el poder de destruir a los sujetos, de doblegarlos a categorías de
juicios que los invalidan” (p. 11).
Sin intención de relevancia, cuidado
y compromiso, es una práctica que desaloja, obstruye y violenta, y se
constituye en un recurso para formas más o menos brutales de disciplinamiento y
exclusión. Su fin es, como sostiene Tedesco, excluir, empujar cada vez más
lejos al indeseable o superfluo.
Construcción
emotiva de la autoridad docente
A
las escuelas llega un sujeto, entre muchos otros, con un proceso de
socialización iniciado en la familia, con su cultura, historia, afectos y
marcas, que continúa en este nuevo ámbito, ya no doméstico sino público.
Aparecen nuevos adultos significativos cuyas prácticas de
autoridad difieren de las hogareñas. No obstante, ello, como comenta Batallán (2003): la construcción emotiva y doméstica
de las relaciones y roles en la cotidianeidad escolar no solo transcurre en las
interacciones de los docentes con los niños, sino que también, lo que es más
relevante, atraviesa el conjunto de relaciones entre los diferentes adultos
involucrados (p. 683).
Ese entramado institucional sostiene, de forma situada, una
autoridad que tiene características propias. Suelen ser frecuentes las confusiones entre autoridad parental y
docente. Estos últimos, que reciben un mandato socializador y forman
parte de un programa institucional-erosionado-, como refiere Dubet (2007),
deben encarnar la autoridad como un atributo y una responsabilidad, previo a
cualquier interacción educativa, como parte de su cargo y en forma temporal, a
su vez constreñidos por el control burocrático del sistema y la sociedad;
exigidos de mantener el orden para cumplir con las tareas propias de su cargo,
referidas al conocimiento (Batallán, 2003).
Kòjeve (2005) señala que la autoridad del padre garantiza la
transmisión intergeneracional y el cuidado de las crías, para obtener esa autoridad
basta con serlo, es decir, primero acceder a la paternidad desde esa
responsabilidad. Por su parte, el docente, que no tiene la autoridad parental,
ni de un jefe, amo o juez, es investido de
autoridad como “funcionario” (Batallán, 2003), es decir, en función de su cargo
docente. A partir de esa investidura es desde donde inicia la construcción y
sostiene el vínculo.
Actúa a partir de lo que ya se encuentra allí y de una autoridad que ya ha sido reconocida por la familia, en la que
cambia es su soporte material humano, pasando de un individuo (o institución) a otro (Kójeve, 2005), pero no con la misma
intensidad o alcances. Entre familias y escuelas, como instituciones, entre
padres y docentes, como sujetos o agentes educativos, no solo hay una simple
transmisión u otorgamiento de autoridad, sino una superposición de autoridades,
diferentes en sus culturas, orígenes y funciones, que gravitan, a menudo en
forma contradictoria, sobre la vida de los niños, niñas y adolescentes.
La autoridad docente, a diferencia de la de los padres, en términos
de Kòjeve (2005), es relativa o selectiva, condicionada y temporal, asimismo
ceñida a los términos de su mandato y constreñida a un espacio institucional,
como también sostenida por políticas educativas y sujeta a una constante
supervisión. Como tal tiene un carácter político.
La cuestión es que todo docente recibe, para ejercer esa
autoridad, cuenta con su profesionalidad y su disposición emocional, además de
recibir una confianza inicial, en blanco, que deberá sostener, incrementar y
consolidar. Su autoridad, si bien es acotada, resulta suficiente cuando esa
confianza inicial sigue sostenida también por las familias. Cabe destacar que, en épocas de confusiones y
cuestionamientos en torno al valor de la docencia, suele ser menoscabada, con
el perjuicio correspondiente para los estudiantes y la institución escolar.
Resulta difícil construir, como sugiere Meirieu (2006), una autoridad que
encarna al mundo y no el capricho de uno sino un hacer juntos.
Uno de los grandes
problemas que afrontan los niños, niñas y adolescentes es que, como afirma
Antelo (2005), son tantas y a menudo contradictorias sus autoridades, a
menudo se terminan anulando entre sí. Padres, madres, familiares y docentes, familias
entre sí, expertos de los diversos campos,
disputan la crianza de niños y niñas. En sectores que acceden a una multitud de
servicios educativos en que se apretujan padres, maestros, profesores,
instructores, empleadas/os domésticos. Los niños viven así en una continua
confusión de las “esferas de justicia”
(Dubet & Martucelli, 1998, p. 189).
Como afirma Batallán (2003), la reflexión sobre el poder, su
posesión, delegación y atributos que atraviesa la educación “solo emerge en
situaciones problemáticas de resolución insatisfactoria” (p. 684), puesta en
debate, basta una disputa para ser confrontadas diversas perspectivas. El
debate sobre la autoridad es cada vez más necesario y urgente.
Conclusión
Arendt (1996) advierte a los “modernos portavoces de la
autoridad” (p. 124) que se trata de una batalla casi perdida. Plantea que hay
un fuego cruzado; por una parte, los liberales que se ofuscan ante cualquier
posible repliegue de las libertades individuales y, por otra, de los
conservadores que ven un proceso destructivo iniciado con la disminución de la
autoridad.
En este
fuego cruzado, el discurso sobre la pérdida,
deterioro, ausencia, agotamiento o insuficiencias de autoridad, al mismo tiempo
que el de la preocupación por sus excesos y alteraciones, atraviesa todos los
debates educativos actuales, sin interpelarla en
el contexto ético, político y afectivo del
vínculo educativo.
Entre las más mentadas deformaciones
o extralimitaciones de la autoridad, se le teme más al “autoritarismo” que a la
ausencia de autoridad. El temor para incurrir en el primero suele derivar en el
segundo. Para
Los niños, niñas y adolescentes
valoran la autoridad que tienen aquellos que se hacen responsables del mundo y,
a la vez, los educan y cuidan; asimismo, cuando en la misma confluye la ternura
y el compromiso, cuando genera confianza y respeto.
Indefectiblemente, los niños, niñas
y adolescentes cuestionan, confrontan, negocian, desafían y transgreden esa
autoridad, pues sin esta posible y saludable resistencia, la autoridad no sería
tal. Y si bien es algo que parece
alterar el frágil equilibrio de reciprocidades y asimetrías que atraviesan los
lazos educativos, es parte requerida del desarrollo ensanchar el universo
social y lograr respetarse a sí mismos (Sennett, 2010). Por otra parte, lo
justo, lo sensato, lo permitido, lo prohibido, son territorios en que se
disputan perspectivas intergeneracionales y culturales, así que las oposiciones
son esperables y bienvenidas como oportunidades para pensar, aprender y
construir ese mismo vínculo como una ciudadanía responsable. La alarma que
provocan estas confrontaciones, de un atributo que algunos consideran casi
sagrado, suele disparar rigideces, apelaciones al poder o a la fuerza, a menudo
la crueldad, que deslegitiman, contradice o menoscaban su ejercicio.
Por otra parte, la ausencia de
autoridad es también negligencia, por ausencia de una responsabilidad ética. Es
un acto de abandono e indiferencia. Nos toca educar en un mundo incierto y sin
referencias (Meirieu, 2006), ¿renunciamos a ellas o las construimos? Como
afirma Sennett, gran parte de nuestros problemas se hallan en el terreno de lo
que es ser libres, el problema es cuando los adultos se quieren “liberar” de
quienes han traído al mundo.
Conflicto
de Intereses
El autor no existe ningún tipo de
conflicto de interés.
Responsabilidad ética y legal
El trabajo se realizó en forma
independiente y no se utilizaron seres humanos, no hubo necesidad de aprobación
por parte de un comité de ética.
Financiamiento
Artículo elaborado en el contexto de
una producción individual, sin financiamiento de ningún organismo.
Correspondências: momecoronado@gmail.com
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Trayectoria
académica
Mónica Coronado
Psicopedagoga. Licenciada y profesora en Ciencias
Psicopedagógicas (UCA). Es Especialista en Docencia Universitaria (UNCuyo) y
tiene una Maestría en Docencia Universitaria (UTN). Tiene un Postítulo en
Investigación Educativa con orientación socio-antropológica (UNC), en
Orientación Familiar y un posgrado en Liderazgo educativo (FLACSO).
Profesora titular en la Universidad Nacional de Cuyo, es, actualmente, Directora de Trayectorias Educativas. En esta institución ha dirigido diversos programas de inclusión educativa, de orientación y desarrollo curricular; proyectos de investigación y se ha desempeñado en la gestión. Es docente de grado y posgrado en universidades estatales y privadas de nuestro país y del extranjero. Dirige la Diplomatura de Posgrado Emociones en Educación (FFyL-FED-UNCuyo).
©
Los autores. Este artículo es publicado por la Revista EDUCA UMCH,
Universidad Marcelino Champagnat. Este es un artículo de acceso abierto,
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