Emancipación y trama vincular: los afectos subyacentes a las relaciones de autoridad 

Emancipation and bonding plot: t equality, dissent and affection he underlying affections of authority relations

 

 

Mónica Coronado

Autor Corresponsal: momecoronado@gmail.com

https://orcid.org/0009-0002-3120-5968

Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.

 

Doi:  https://doi.org/10.35756/educaumch.2024.23.309

 

Recibido: 08 de enero 2024

Evaluado: 02 de febrero 2024

Aceptado: 12 de abril 2024

 

Cómo citar

Coronado, M. (2024).  Emancipación y trama vincular: los afectos subyacentes a las relaciones de autoridad. Revista EDUCA UMCH, (23), 31–46. https://doi.org/10.35756/educaumch.202423.309

 

Resumen

Este trabajo aborda la autoridad docente en un contexto de fragilidad de los lazos sociales a partir de sus compromisos educativos, su configuración afectiva y su raigambre ética. Se concibe como un vínculo circunscripto institucionalmente, dinámico, cambiante, inestable y necesario para la tarea educativa en la doble función que le atribuye Arendt, de cuidado del mundo de los recién llegados, como de ese mismo sujeto que llega a revolucionarlo. Es considerada, en relación con lo planteado por Sennett, como una de las cuatro emociones distintivamente sociales, ya que establece un vínculo y es una expresión de sentimientos respecto a las otras personas. Es habilitada en los inicios de la vida, en el contexto familiar, prepolítico, por el interjuego entre la ternura y la absoluta dependencia e indefensión del recién llegado, luego legitimada en el ámbito público de la escuela por la misma responsabilidad de educar en clave emancipatoria. Como toda expresión emocional y de poder, a la vez, suele ser objeto de sospecha por sus frecuentes excesos y desbordes; no obstante, es necesaria y ética cuando se encuentra sostenida por la intención de educar en la confianza y el respeto recíproco, asimismo cuando puede ser desafiada, confrontada y puesta a prueba en la pujanza del desarrollo.  La autoridad pedagógica, que atraviesa el vínculo escolar entre adultos, ya sea como equipo directivo o docente y personal adulto de la escuela, y de estos con estudiantes, puede ser pensado en clave de lazo, de vínculo de confianza, amoroso, recíproco y solidario.

Palabras clave: autoridad docente, emociones, confianza, respeto, poder.

                                               

Abstract

This work addresses the teaching authority in a context of the fragility of social ties, from its educational commitments, its emotional configuration and its ethical root. It is conceived as an institutionally circumscribed link, dynamic, changing, unstable and necessary for the educational task, in the dual role that Arendt attributes to it, of caring for the world of the newcomers, as well as that very subject that comes to revolutionize it. It is considered in relation to what was raised by Sennet that it is one of the four distinctly social emotions, as it establishes a bond and an expression of feelings towards other people. It is enabled at the beginning of life, in the family, pre-political context, by the interplay between tenderness and the absolute dependence and indefence of the newcomer, then legitimized in the public sphere of the school by the same responsibility to educate, in an emancipatory key. Like every emotional expression and expression of power, it is often the subject of suspicion because of its frequent excesses and overflow; nevertheless, it is necessary and ethical when it is sustained by the intention to educate, as in trust and mutual respect, as well as when it can be challenged, confronted and tested in the majesty of development.  Pedagogical authority, which transcends the school bond between adults, whether as a management team or teacher and adult staff of the school, and of these with students, can be thought of as a key of bond, of bond of trust, loving, reciprocal and solidarity.

Keywords: teaching authority, emotions, trust, respect, power.

 

Introducción

La autoridad de quien cuida y de quien educa parece puesta en cuestión en épocas de fragilidad de los vínculos. Esta fragilidad afecta en mayor medida a niños, niñas y adolescentes debido a su dependencia de un mundo adulto que parece en retirada.

En efecto, hace décadas Arendt (1996) señalaba que el problema de la educación es que debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura por la autoridad, ni se mantiene unido por la tradición, ambas imprescindibles, por su propia naturaleza, para esta tarea. Por su parte, Sennett (2000) comenta que “la organización a corto plazo de las instituciones modernas limita la posibilidad de que madure la confianza” a la cual considera como un “elemento central de la autoridad”; añade que “el lema nada a largo plazo significa moverse continuamente, no comprometerse y no sacrificarse” (p. 23).

Ni la educación ni la crianza son viables sin ese compromiso, y, por ende, sin esa autoridad que madura en la responsabilidad respecto a quien es puesto en nuestras manos. En este sentido, Sennett (1980) expresa que “si no hubiera lazos de lealtad, autoridad y fraternidad no podría funcionar mucho tiempo ninguna sociedad como un todo, ni ninguna de sus instituciones” (p. 11). Para este autor, los vínculos emocionales tienen consecuencias políticas; así, define al vínculo de autoridad como la “expresión emocional del poder”. “Mediante sus emociones, las personas expresan la plena conciencia unos de otros. Mediante sus emociones, las gentes tratan de expresar el significado moral y humano de las instituciones en las que viven” (Sennett, 1980, pp. 12-13).

El respeto, la ternura, la empatía, la confianza, el compromiso, la responsabilidad, el reconocimiento, la admiración, como también el miedo, la decepción, el temor y el enojo, se inscriben en los diversos vínculos de autoridad en que alguien tiene o ejerce un poder sobre nuestras vidas. Instituciones o personas que toman decisiones que crean “condiciones capacitadoras” para poder persistir y prosperar, que hacen que la vida sea “vivible” (Butler, 2010, p. 39). La autoridad es, como los afectos que la tiñen, el producto de una construcción social y cultural (Le Breton, 2012).

En el ámbito familiar, los lazos de autoridad surgen directamente de los vínculos emocionales. Por su parte, en el ámbito escolar, que acontece en el campo de lo público, bajo una organización jerárquica, hay diversos ámbitos de responsabilidad y, por lo tanto, de autoridad. Ya sea el del equipo directivo respecto al docente, y del equipo directivo respecto a las unidades de supervisión o inspección, y estos últimos a las organizaciones de gobernanza del sistema. Estos lazos de autoridad, aún formalizados, pueden manifestar tanto respeto y consideración, como desconfianza y sospecha. Cuando se expresan en acompañamiento y orientación, promueven la autonomía y el desarrollo profesional, en pos del logro de metas compartidas, generalmente redunda en involucramiento y en un clima armonioso y colaborativo. También, estas relaciones formales de autoridad pueden ser hostiles, de vigilancia y control, de sospecha y desamparo frente a cualquier error, con la consecuencia, en muchos casos, de malestar, desasimiento de las metas y compromisos, y de evitamiento (Cordié, 2007). Las modalidades de expresión y ejercicio de la autoridad, siguiendo a Sennett, tiene consecuencias no solo emocional, pedagógicas y didácticas, sino también políticas.

Planteado este punto, el trabajo se enfoca en la autoridad docente referida a la del mundo adulto representado en la escuela a través de directivos, docentes, personal escolar, respecto a niños, niñas y adolescentes, con quienes entablan una relación asimétrica y con una fuerte implicación socioafectiva.

En las complejas relaciones intergeneracionales de la época, Meirieu (2006, p. 42) habla de “de ligazón generacional”, suele lamentarse el deterioro, la pérdida, ausencia o agotamiento de la autoridad, como también sus desbordes y excesos autoritarios. Como vínculo “entre personas desiguales” (Sennett, 1980, p. 18), es precisamente la construcción social, política, cultural y afectiva de esa desigualdad la que da el tono emocional a este vínculo.

Hay en la autoridad, según Sennett (2020), un proceso de interpretación del poder, de su sentido y de la forma en que se percibe al otro, del que deriva un “sentimiento de autoridad” (p. 27). Entonces, cabe preguntarse, ¿se puede ejercer la autoridad, sobre todo con niños, niñas y adolescentes desde una pretendida neutralidad afectiva?, ¿qué papel juegan los afectos y las emociones en los modos de ser y hacer autoridad?, ¿cómo se sostiene el poder, la legitimidad y la integridad de este vínculo y se contribuye a madurar la confianza?

Cuando los infantes y adolescentes son concebidos como sujetos incapaces, subordinados y tutelables, se exige rigor al educador y obediencia sin matices por parte del educando. Con el avance de perspectivas que los consideran sujetos de derechos se cuestiona este tipo de expresión inflexible de poder y subordinación, que frecuentemente legitimó la violencia para el sometimiento. Actualmente se reconoce que se trata de un vínculo, en doble sentido, sin dudas asimétrico, de reconocimiento mutuo y de responsabilidad por parte de quienes educan, aun cuando ocasionalmente implique cierta “benéfica” coerción. Es justamente esa faceta casi ineludible de imposición, de una responsabilidad hecha poder de carácter irrenunciable, la que suele generar ríspidos debates. Es frecuente en la actualidad la emergencia de discursos que consideran como un rasgo epocal las dificultades adultas para establecer o imponer “límites” a niños, niñas y adolescentes, por lo cual son percibidos como más indóciles y transgresores, o decididamente indiferentes “al mundo tal cual es” presentado por los adultos, como refiere Tedesco (2001).

Respecto al debate actual sobre los “límites”, Arendt (1996) señaló la relación existente “entre la pérdida de la autoridad en la vida pública y en la vida política, por un lado, y la que se produjo en los campos privados y prepolíticos Ul de la familia y de la escuela, por otro” (p. 242).

            En cuanto a lo planteado por Tedesco (2001) que refiere como una de las consecuencias de un “nuevo capitalismo” ser generador de fenómenos de exclusión definidos “precisamente, por la mayor precariedad, la ausencia o la ruptura de los vínculos” (p. 92). Esto ocasiona importantes cambios en los procesos de socialización y transmisión cultural que tienen en sus inicios una importante “carga afectiva” (p. 92) y una identificación con el mundo tal cual es presentado por los adultos. Para este autor, las familias contemporáneas tienden a asumir un carácter de “red de relaciones”, sin asimetrías, en donde sea posible los intercambios en los procesos de transmisión cultural. Estos cambios en la estructura y función familiar, que Tedesco refiere como de desinstitucionalización, “parecen basarse en la idea de no hacerse cargo del destino de las personas” (p. 92). Estos cambios en los procesos de socialización han incidido, asimismo, en la modalidad de la cual se hace cargo la autoridad escolar, aunque la primacía de su función transmisora y su estructura formalmente asimétrica no la exime de ejercerla y le exige un uso más democrático de la autoridad para poder convivir y hacer convivir, para enseñar y aprender.

Indudablemente, no son épocas sencillas para la educación ni para la autoridad; como refiere Sennett (2000) justamente por la fragilización de los vínculos y la tendencia a “no comprometerse y no sacrificarse” (p. 23). Desdeñar la autoridad por la responsabilidad que implica o por considerarla hostil a la emancipación del sujeto, como señalan desde diversas perspectivas Arendt, Sennett y Tedesco, es una cómoda forma de no hacerse cargo.

Arendt (1996) sostiene que declinar la autoridad manifiesta el absurdo de tratar a los niños como si fueran una minoría oprimida que necesita ser liberada, una concepción que, para esta autora, “se aplicó en las modernas prácticas educativas”, con la consecuencia de que “los adultos desecharon la autoridad”, algo que para esta autora “solo puede significar una cosa: que se niegan a asumir la responsabilidad del mundo al que han traído a sus hijos” (p. 242). La autoridad opera en sus propios ámbitos y red de relaciones, como un vínculo justificado y legitimado por la responsabilidad de cuidado respecto a alguien que depende de alguna forma de nuestro poder. Implica no solo poder, sino también la capacidad de influir y una intención de beneficio, por eso se consolida y sostiene en la confianza y el respeto, en una reciprocidad asimétrica de reconocimiento. La sumisión por el miedo o la coacción son el resultado del autoritarismo, en donde se apela a formas de poder que enfatizan la subordinación, la obediencia, el control y el castigo, más que a la capacidad de crear relaciones de responsabilidad que hacen que madure la confianza, resultado del reconocimiento y la valoración. 

En este contexto epocal se requiere revisar nuestras concepciones y prácticas sobre la autoridad pedagógica, desde su consideración como un lazo de compromiso que se despliega en un vínculo de reciprocidades, poder y asimetrías que da cuenta y se legitima en la responsabilidad, la de educar. En la integridad de este lazo desempeñan un papel fundamental los sentimientos de empatía, respeto y confianza; como también la asunción de cualquier resistencia o desafío como algo perfectamente normal y previsible, como señala Meirieu (2006). En efecto, su ejercicio requiere ser autorizado (Greco, 2007), es decir, que se reconozca la influencia y el poder de quien la ejerce respecto a la propia vida o desarrollo; se tema o confíe en su capacidad de ejercer un poder, que puede ser usado tanto para el acompañamiento y orientación como para la intimidación o el sometimiento. 

La ternura: el milagro del puro inicio y el llevar hacia la regla

El nacimiento es el punto de partida para pensar la educación, afirma Arendt (1996), pues es la natalidad la que habilita la recepción y cobijo del que llega trayendo la novedad, un vulnerable revolucionario que irrumpe y trae lo nuevo a un mundo viejo, que se encuentra en marcha.

Quien se ocupa de la tarea de cuidado se encuentra autorizado en tanto intenta ocuparse de cubrir esa sustantiva necesidad de protección dada por la dependencia, en la responsabilidad por quien puede subsistir en tanto cuente con una red de manos (Butler, 2010). 

Ese nacimiento no solo exige cuidados físicos y un fuerte vínculo emocional, sino también acciones para sumarlos y hacerles cabida en un mundo que se encuentra en marcha, y que a menudo no ofrece una bienvenida ni es muy hospitalario. Las funciones de cobijo suman las de socialización. La ternura y la disponibilidad, la protección y el estímulo a desplegar las capacidades, son el marco de la amorosa invitación a hacerse parte del mundo. En la primera infancia, la autoridad, tanto como el cuidado, son una necesidad básica de quien necesita imperiosamente no solo esa protección y amparo, sino también guía y orientación, a la vez que para el adulto es la forma de expresar su atención a otros (Sennett, 1980).

Quién cuida, a su vez, se puede encontrar más o menos amparado y sostenido para cumplir sus funciones y dar cuenta de su responsabilidad.

No es que primero nazcamos y luego nos volvamos precarios, sino, más bien, que la precariedad es coincidente con el nacimiento como tal (el nacimiento es, por definición, precario), lo que significa que importa el hecho de que un niño pequeño vaya a sobrevivir o no, y que su supervivencia depende de lo que podríamos llamar una “red social de manos”. Precisamente porque un ser vivo puede morir es necesario cuidar de ese ser a fin de que pueda vivir (Butler, 2010, p. 31).

Para Arendt (1996) las tareas de protección invocadas por esa precariedad tienen un doble sentido, pues se dirigen tanto a los recién llegados como a ese mundo en el que han de vivir y convivir.  Educar implica decidir sobre ambas cuestiones. Tenemos una responsabilidad de dar a conocer el mundo al que llegan, del cual nada saben, como de cuidarlos para que puedan habitarlo y traer su propia novedad; por lo cual, como señala esta autora, no podemos arrojarlos al mismo y librarlos a sus propios recursos. Hacerlos, amorosamente, parte de ese mundo, es la tarea primera de esa autoridad.

En este sentido, Kaplan et al. (2012) comenta que “la educación, en definitiva, consiste en una socialización sistemática de las jóvenes generaciones” (p. 12), por lo cual se trata de un vínculo atravesado por la ternura, socializante, intencional y objeto de resistencia por parte de quien es un otro, no una cosa de la cual se puede disponer y modelar a gusto. Para Dubet y Martucelli (1998) esta socialización es un proceso paradójico que, por una parte, “es proceso de inculcación” y por otra “solo se realiza en la medida en que los actores se constituyen como sujetos capaces de manejarla” (p. 15).

En efecto, en ese recibirlos, cuidarlos, hacerles espacio, “socializarlos” y orientarlos se ejerce también ese poder de encauzar el desarrollo. Como afirma Meirieu (2006) “el adulto no es la regla, él es quien lleva al chico hacia la regla”, con la ayuda del adulto, “de a poco, el niño tendrá que ir comprendiendo que su deseo no hace la ley, que su deseo choca con la existencia de los demás y va a tener que aceptar salir de su omnipotencia” (p. 44). Socializar es un proceso que requiere, además de ternura, ciertos andamiajes, firmeza y consistencia, en el cual el adulto opera como guía, frontera y, a la vez, mediador. Al respecto Sennett (1980) expresa que “ningún niño podría madurar sin el sentimiento de confianza y protección que procede de su fe en la autoridad de sus padres” (p. 12), pues en el interjuego amoroso se desarrollan sentimientos mutuos.

La ternura es, para Ulloa, “la primera patria del sujeto” (en Fernández, 2004, p. 14).  Para este autor, la empatía, el miramiento, el buen trato son la base de la constitución ética del sujeto y por lo tanto las bases sobre las cuales se asentará el vínculo de autoridad.

El escenario donde el cachorro humano se va constituyendo sujeto pulsional es el de la ternura. Cuando se habla de la ternura, uno tiene la sensación de que, si bien es una idea valorada, la misma aparece dudosamente articulada solo a lo blando del amor. Sin embargo, la ternura es el escenario formidable donde el sujeto no sólo [sic] adquiere estado pulsional, sino condición ética (Ulloa, 2005, p. 2).

Para educar contamos con recursos, uno de ellos es la autoridad. De hecho, esta autoridad de los adultos, de los cuidadores, como señala Arendt (1996), puede estar latente por momentos, como por ejemplo en los intercambios amorosos entre madre/padre e hijo/a, en situaciones de juego o de conversación, o mostrarse con firmeza en ese llevar hacia la norma, en el resistir e insistir para construir la vida en común. Son absurdas las prácticas educativas que consideran a la infancia como una minoría oprimida que necesita ser liberada; como irresponsables aquellos adultos que desechan la autoridad, ya que “se niegan a asumir la responsabilidad del mundo al que han traído a sus hijos”. (Arendt, 1996, p. 242). Al respecto Meirieu (2006) manifiesta su preocupación por que “los adultos somos, en forma constante, requeridos para regresar a nuestra propia infantilización” (p. 43), rota esa asimetría necesaria del cuidado, solo puede generar desamparo.

Arendt (1996) hace referencia a esta autoridad familiar como un campo prepolítico, con consecuencias en la vida democrática, en tanto el proceso de convertirse en un ciudadano comienza con la vida misma. Es por esto que Meirieu (2006) afirma que la educación y la democracia se inscriben en el mismo movimiento, que es la renuncia a la omnipotencia y al narcisismo. Para este autor, cuando se le pide a un niño que renuncie a ser el centro del mundo, se le está “pidiendo como ciudadano que se inscriba en un colectivo, que renuncie a que su comunidad le imponga su ley a lo colectivo”; ambas son “condición para aprender” (pp. 44-45).

Lo impositivo de la autoridad y las crueldades del autoritarismo

La autoridad pedagógica es un tipo muy específico de autoridad, ya que es de carácter contextual, temporal y situado, se ejerce, inicial y provisoriamente, derivada de la función, pero luego se consolida y gana cotidianamente para que sea duradera. Esta autoridad del que enseña entraña un poder, y cuenta con recursos para imponerse. En el mejor de los casos se sostiene desde una perspectiva emancipatoria que reconoce tanto la responsabilidad de socialización, educación y cuidado como la progresiva autonomía del otro dada por su desarrollo y crecimiento, como también sus resistencias ante las propias resistencias que le presenta el mundo y los otros. 

Crecer es aceptar que el mundo existe por fuera de nosotros, que no somos omnipotentes, que el mundo nos ofrece resistencia y que no depende de nuestra propia voluntad, y que debemos renunciar a interpretar todo (Meirieu, 1996, p. 44). 

Como todo vínculo humano desigual, asimétrico, puede estar atravesada por la ternura como por la crueldad. Para Sennett (1980) el vínculo de autoridad tiene un doble sentido, tanto de conexión, como también, en el sentido “vinculatorio” (p. 11), de imposición; asimismo, señala, es ambiguo ya que raramente es estable. 

En cuanto a su carácter impositivo, Dubet y Martucelli (1998) comentan que, si bien la exigencia de reciprocidad sustituye a la obediencia natural, apelamos a ella cuando necesitamos guiar, organizar, orientar o sostener algunos procesos de desarrollo. Una autoridad amorosa, que cuida y educa, también constriñe y, en definitiva, lo hace hasta volverse cada vez menos necesaria, con la autonomía creciente del sujeto que estará sometido a nuevas autoridades en otros ámbitos, tal vez mucho menos considerados.

Para Meirieu (2006), es posible afrontar la pujanza del desarrollo, aún en la incertidumbre, cuando se establecen algunos marcos de referencia que orientan y articulan las normas (aunque nos recuerde que a menudo no resulta agradable hacerlo). Se trata de normas imprescindibles, pues permiten no solo “nacer al mundo”, sino también, “nacer a la ley, nacer a lo posible, nacer a la voluntad, nacer a lo político” (p. 6). No se puede cobijar ni socializar sin sostener y constreñir; de hecho, Ulloa (2005) habla de la firmeza de la ternura imprescindible para la defensa de los valores éticos del sujeto social. Mientras más fluida, contingente y amorosa (en el sentido de disponibilidad, firmeza, protección, bienvenida y hospitalidad) sea esta relación, en menor medida se deberá apelar a la misma para el abandono progresivo de la omnipotencia o requerir el cumplimiento de la norma.

Respecto a este punto, como afirma Diker (2007), la autoridad no puede fundarse en la persuasión como tampoco en la coerción (mucho menos en formas larvadas de manipulación y extorsión), ya que la misma supone una asimetría, una estructura comunitaria jerarquizada y un respeto incondicional hacia la instancia reconocida como superior; la misma no se basa ni en la coerción ni en el consenso, sino en la confianza en el buen juicio del adulto respecto al bienestar del niño, niña o adolescente.

Todo proceso educativo implica algunas fricciones, confrontaciones intergeneracionales y ciertas pequeñas y mesuradas “violencias” subjetivantes (Aulagnier, 1977) en el sentido de que son ineludibles porque la norma, mediada por el adulto, se impone.  

No obstante, cuando prevalece una noción y prácticas de autoridad, como puro ejercicio del poder con su carga disciplinaria, represiva o de imposición, se violenta a quienes la padecen. Los castigos físicos, el amedrentamiento, cualquier forma de manipulación, humillación o violencia psicológica expresan crueldad y el ejercicio de un poder despótico. Como tales dejan huellas indelebles de sufrimiento y perturban el desarrollo, tanto de organizaciones o instituciones como en sujetos. 

La autoridad sin ternura, sin hospitalidad, disponibilidad y compromiso es un ejercicio crudo de poder o de desasimiento e indiferencia. En efecto, tan cruel es el maltrato como la indiferencia, en la cual se desiste de cualquier responsabilidad como de un vínculo de cuidado que puede tornarse abiertamente cruel, en la violencia del maltrato o de la indiferencia. Entonces, ¿de qué modo se configura la autoridad en un escenario de crueldad en el cual un niño, niña o adolescente recibe indiferencia porque es considerado superfluo, banal, prescindible?, ¿cómo puede comprender el mundo y hacerse lugar en él, cuando no es bienvenido, ni esperado, ni querido? Y, ¿se puede ejercer la autoridad sobre aquel a quien no nos interesa acompañar, cuidar, educar?

Tanto el desprecio del otro, la crueldad, como la indiferencia, sea por parte de quien ejerce la autoridad como de aquel que es objeto de la misma, rompe el lazo de reconocimiento y de reciprocidad que la legitima. Sennett (1982) trata en forma exhaustiva la cuestión de la indiferencia en relación con la autoridad y señala que acontece “cuando otros necesitan a una persona más de lo que esta los necesita, esa persona puede permitirse actuar con indiferencia ante ellos”; es decir, cuando “no se le ofrece reconocimiento: simplemente no se la ve”, como una persona cuya presencia importa. Para este autor implica mantenerse frío cuando otros le piden algo a uno o desafían y la considera como es “una forma de mantener la superioridad” (Sennett, 1982, p. 87). Este tipo de reacción es padecida, por ejemplo, por docentes que son eventualmente ignorados por sus estudiantes, sus indicaciones no son atendidas y se enfrenta con constantes dificultades para establecer algún tipo de disciplina en torno a los objetivos de aprendizaje, posee la autoridad formal, pero se encuentra desinvestido de poder, precisamente por la ausencia de registro y reconocimiento por parte de sus estudiantes.

De hecho, la indiferencia coloca al indiferente en una situación de dominio: “quien es indiferente despierta nuestro deseo de que se nos reconozca; queremos que esa persona advierta que tenemos suficiente importancia para que se nos advierta. Podemos provocarla o denunciarla. Esta indiferencia, emerge a menudo en el ámbito escolar como ausencia de respuesta, de implicación, motivación o interés. Por lo contrario, la resistencia es una forma clara de reconocimiento.

Como afirma Kojeve (2005), solo se tiene autoridad sobre lo que puede reaccionar y tener oposición. Es necesario, el respeto a la resistencia pues, como expresa Meirieu (1996), lo normal en educación es que el otro resista, se esconda, se rebele, que no se deje llevar e incluso se oponga, “para recordarnos que no es un objeto en construcción sino un sujeto que se construye” (p. 74). Lo cual suele enfrentarnos a posibilidades en pugna, de excluir o huir, de dimitir o confrontar fuerzas. La autoridad puesta a prueba nos enfrenta a reconocer nuestros propios límites y que no podemos moldear, fabricar, influir o transformar a alguien que no nos reconoce.

Las formas dominantes de autoridad destructivas, para Sennett, carecen del elemento de protección. Imposible educar al que es considerado superfluo, descartable, indeseado (Bauman, 2005). Mucho menos ejercer la autoridad cuando prima la expectativa de que ese otro desaparezca u ocupe el menor espacio posible. Como hemos señalado, la autoridad tiene como prerrequisito la bienvenida, la hospitalidad, la empatía, miramiento y buen trato. Si el otro no es considerado relevante, valioso y esperado, sea infante, adolescente o adulto, si no hay ternura ni indulgencia no se les puede exigir que reconozcan una autoridad que no los “justifica” como seres humanos, ni autorizar al que los desprecia.

En esta línea, Sloterdijk (2008) refiere al niño que es percibido como superfluo, es decir, ese “mediante el cual llega el mal a la sociedad’. El niño superfluo es el niño “no justificable al nivel de una ecología de la indulgencia” (p. 125).

La resistencia o la indiferencia suelen ser la respuesta a niños, niñas y adolescentes que son muy consentidos, rechazados o considerados “no justificables” o prescindibles, en una comunidad o institución. Una autoridad sin ternura y sin indulgencia, solo se impone para excluir, pues no hay intención de dar o hacer cabida en el mundo.

Esta crueldad admite, asimismo, formas refinadamente crueles como patologizar o criminalizar resistencias, oposiciones, indocilidades y desobediencias a la autoridad. La escuela, afirman Dubet y Martucelli (1998) “tiene el poder de destruir a los sujetos, de doblegarlos a categorías de juicios que los invalidan” (p. 11).

Sin intención de relevancia, cuidado y compromiso, es una práctica que desaloja, obstruye y violenta, y se constituye en un recurso para formas más o menos brutales de disciplinamiento y exclusión. Su fin es, como sostiene Tedesco, excluir, empujar cada vez más lejos al indeseable o superfluo.

Construcción emotiva de la autoridad docente

A las escuelas llega un sujeto, entre muchos otros, con un proceso de socialización iniciado en la familia, con su cultura, historia, afectos y marcas, que continúa en este nuevo ámbito, ya no doméstico sino público.

Aparecen nuevos adultos significativos cuyas prácticas de autoridad difieren de las hogareñas. No obstante, ello, como comenta Batallán (2003): la construcción emotiva y doméstica de las relaciones y roles en la cotidianeidad escolar no solo transcurre en las interacciones de los docentes con los niños, sino que también, lo que es más relevante, atraviesa el conjunto de relaciones entre los diferentes adultos involucrados (p. 683).

Ese entramado institucional sostiene, de forma situada, una autoridad que tiene características propias. Suelen ser frecuentes las confusiones entre autoridad parental y docente. Estos últimos, que reciben un mandato socializador y forman parte de un programa institucional-erosionado-, como refiere Dubet (2007), deben encarnar la autoridad como un atributo y una responsabilidad, previo a cualquier interacción educativa, como parte de su cargo y en forma temporal, a su vez constreñidos por el control burocrático del sistema y la sociedad; exigidos de mantener el orden para cumplir con las tareas propias de su cargo, referidas al conocimiento (Batallán, 2003).

Kòjeve (2005) señala que la autoridad del padre garantiza la transmisión intergeneracional y el cuidado de las crías, para obtener esa autoridad basta con serlo, es decir, primero acceder a la paternidad desde esa responsabilidad. Por su parte, el docente, que no tiene la autoridad parental, ni de un jefe, amo o juez, es investido de autoridad como “funcionario” (Batallán, 2003), es decir, en función de su cargo docente. A partir de esa investidura es desde donde inicia la construcción y sostiene el vínculo. 

Actúa a partir de lo que ya se encuentra allí y de una autoridad que ya ha sido reconocida por la familia, en la que cambia es su soporte material humano, pasando de un individuo (o institución) a otro (Kójeve, 2005), pero no con la misma intensidad o alcances. Entre familias y escuelas, como instituciones, entre padres y docentes, como sujetos o agentes educativos, no solo hay una simple transmisión u otorgamiento de autoridad, sino una superposición de autoridades, diferentes en sus culturas, orígenes y funciones, que gravitan, a menudo en forma contradictoria, sobre la vida de los niños, niñas y adolescentes.

La autoridad docente, a diferencia de la de los padres, en términos de Kòjeve (2005), es relativa o selectiva, condicionada y temporal, asimismo ceñida a los términos de su mandato y constreñida a un espacio institucional, como también sostenida por políticas educativas y sujeta a una constante supervisión. Como tal tiene un carácter político.

La cuestión es que todo docente recibe, para ejercer esa autoridad, cuenta con su profesionalidad y su disposición emocional, además de recibir una confianza inicial, en blanco, que deberá sostener, incrementar y consolidar. Su autoridad, si bien es acotada, resulta suficiente cuando esa confianza inicial sigue sostenida también por las familias.  Cabe destacar que, en épocas de confusiones y cuestionamientos en torno al valor de la docencia, suele ser menoscabada, con el perjuicio correspondiente para los estudiantes y la institución escolar. Resulta difícil construir, como sugiere Meirieu (2006), una autoridad que encarna al mundo y no el capricho de uno sino un hacer juntos.   

Uno de los grandes problemas que afrontan los niños, niñas y adolescentes es que, como afirma Antelo (2005), son tantas y a menudo contradictorias sus autoridades, a menudo se terminan anulando entre sí. Padres, madres, familiares y docentes, familias entre sí, expertos de los diversos campos, disputan la crianza de niños y niñas. En sectores que acceden a una multitud de servicios educativos en que se apretujan padres, maestros, profesores, instructores, empleadas/os domésticos. Los niños viven así en una continua confusión de las “esferas de justicia” (Dubet & Martucelli, 1998, p. 189).

Como afirma Batallán (2003), la reflexión sobre el poder, su posesión, delegación y atributos que atraviesa la educación “solo emerge en situaciones problemáticas de resolución insatisfactoria” (p. 684), puesta en debate, basta una disputa para ser confrontadas diversas perspectivas. El debate sobre la autoridad es cada vez más necesario y urgente.  

Conclusión

Arendt (1996) advierte a los “modernos portavoces de la autoridad” (p. 124) que se trata de una batalla casi perdida. Plantea que hay un fuego cruzado; por una parte, los liberales que se ofuscan ante cualquier posible repliegue de las libertades individuales y, por otra, de los conservadores que ven un proceso destructivo iniciado con la disminución de la autoridad. 

            En este fuego cruzado, el discurso sobre la pérdida, deterioro, ausencia, agotamiento o insuficiencias de autoridad, al mismo tiempo que el de la preocupación por sus excesos y alteraciones, atraviesa todos los debates educativos actuales, sin interpelarla en el contexto ético, político y afectivo del vínculo educativo.

Entre las más mentadas deformaciones o extralimitaciones de la autoridad, se le teme más al “autoritarismo” que a la ausencia de autoridad. El temor para incurrir en el primero suele derivar en el segundo. Para Kojeve el autoritarismo acontece, como se ha mencionado, cuando se anula la posibilidad de oposición, ya que cuando tenemos que ejercer la fuerza hemos perdido la autoridad. La cuestión es que hay muchas formas de “anular” la oposición: desestimando, abandonando, saciando y alimentando la indiferencia, entre otras. Como refiere Arendt (1996), es preciso desmantelar la constante sospecha que pesa sobre la misma, sobre todo de aquellos que, según comenta la autora, ven tendencias “totalitarias” (p. 124) o tiránicas en cualquier limitación ética de la libertad.

Los niños, niñas y adolescentes valoran la autoridad que tienen aquellos que se hacen responsables del mundo y, a la vez, los educan y cuidan; asimismo, cuando en la misma confluye la ternura y el compromiso, cuando genera confianza y respeto.

Indefectiblemente, los niños, niñas y adolescentes cuestionan, confrontan, negocian, desafían y transgreden esa autoridad, pues sin esta posible y saludable resistencia, la autoridad no sería tal.  Y si bien es algo que parece alterar el frágil equilibrio de reciprocidades y asimetrías que atraviesan los lazos educativos, es parte requerida del desarrollo ensanchar el universo social y lograr respetarse a sí mismos (Sennett, 2010). Por otra parte, lo justo, lo sensato, lo permitido, lo prohibido, son territorios en que se disputan perspectivas intergeneracionales y culturales, así que las oposiciones son esperables y bienvenidas como oportunidades para pensar, aprender y construir ese mismo vínculo como una ciudadanía responsable. La alarma que provocan estas confrontaciones, de un atributo que algunos consideran casi sagrado, suele disparar rigideces, apelaciones al poder o a la fuerza, a menudo la crueldad, que deslegitiman, contradice o menoscaban su ejercicio.

Por otra parte, la ausencia de autoridad es también negligencia, por ausencia de una responsabilidad ética. Es un acto de abandono e indiferencia. Nos toca educar en un mundo incierto y sin referencias (Meirieu, 2006), ¿renunciamos a ellas o las construimos? Como afirma Sennett, gran parte de nuestros problemas se hallan en el terreno de lo que es ser libres, el problema es cuando los adultos se quieren “liberar” de quienes han traído al mundo.

Conflicto de Intereses

El autor no existe ningún tipo de conflicto de interés.

Responsabilidad ética y legal

El trabajo se realizó en forma independiente y no se utilizaron seres humanos, no hubo necesidad de aprobación por parte de un comité de ética.

Financiamiento

Artículo elaborado en el contexto de una producción individual, sin financiamiento de ningún organismo. 

Correspondências: momecoronado@gmail.com

Referencias

 

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Trayectoria académica

Mónica Coronado

Psicopedagoga. Licenciada y profesora en Ciencias Psicopedagógicas (UCA). Es Especialista en Docencia Universitaria (UNCuyo) y tiene una Maestría en Docencia Universitaria (UTN). Tiene un Postítulo en Investigación Educativa con orientación socio-antropológica (UNC), en Orientación Familiar y un posgrado en Liderazgo educativo (FLACSO).

Profesora titular en la Universidad Nacional de Cuyo, es, actualmente, Directora de Trayectorias Educativas. En esta institución ha dirigido diversos programas de inclusión educativa, de orientación y desarrollo curricular; proyectos de investigación y se ha desempeñado en la gestión. Es docente de grado y posgrado en universidades estatales y privadas de nuestro país y del extranjero. Dirige la Diplomatura de Posgrado Emociones en Educación (FFyL-FED-UNCuyo).


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