Ser maestra en medio de la guerra: los vínculos y el silencio. El caso de una maestra del departamento de Antioquia, Colombia[1] 

Being a teacher in the midst of war: ties and silence. The case of a teacher from the department of Antioquia, Colombia 



Hilda Mar Rodríguez Gómez

Autor Corresponsal: hilda.rodriguez@udea.edu.co

https://orcid.org/0000-0002-7341-0057

Universidad de Antioquia, Colombia.

 

Andrés Restrepo Gil

andres.restrepo28@udea.edu.co

https://orcid.org/0000-0002-4230-9925

Profesional del Área de Educación de la Fundación Proantioquia, Colombia.

Doi: https://doi.org/10.35756/educaumch.202423.310

Recibido: 17 de febrero 2024

Evaluado: 29 de febrero 2024

Aceptado: 11 de abril 2024


Cómo citar

Rodríguez, H. M. y Restrepo, A. (2024). Ser maestra en medio de la guerra: los vínculos y el silencio. El caso de una maestra del departamento de Antioquia, Colombia. Revista EDUCA UMCH, (23), 47-68. https://doi.org/10.35756/educaumch.202423.310


Resumen

Colombia es uno de los países más peligrosos para ser maestro (GCPEA, 2022), teniendo como referencia la cantidad de ataques que recaen sobre los docentes del país. Esta violencia termina por condicionar la subjetividad pedagógica de los maestros; esto es, sus formas de enseñar, de relacionarse con el conocimiento y de establecer los vínculos con la comunidad educativa. Este artículo, derivado de una investigación sobre la seguridad docente, tiene la intención de explorar la configuración de la subjetividad de una maestra que labora en una zona de conflicto. Para ello, dividimos el texto en tres momentos. En el primero de ellos, ofrecemos un panorama conceptual acerca de la subjetividad pedagógica. En el segundo, establecemos una relación entre la subjetividad y el silencio de esta maestra y, cerramos el texto, con un análisis sobre la subjetividad de esta maestra y los vínculos con las y los estudiantes y sus familias.

Palabras clave: guerra, docentes, educación en situación de emergencia, escuela.

 

Abstract

Colombia is one of the most dangerous countries to be a teacher (GCPEA, 2022). This is due to the large number of attacks on teachers in the country. This violence ends up conditioning the pedagogical subjectivity of teachers. This article intends to explore the configuration of the subjectivity of a teacher in the department of Antioquia, who works in a conflict zone. For this purpose, we divide the text into three moments. In the first, we offer a conceptual overview of pedagogical subjectivity. In the second, we establish a relationship between subjectivity and the silence of this teacher, and we close the text with an analysis of the subjectivity of this teacher and the links with the students and their families.

Keyword: war, teachers, education in emergencies, school.

 

Introducción

1958 es para Colombia, según la Comisión de la Verdad (2022), un “partidor de aguas” entre eso que ocurría antes y esto que ocurre ahora. Antes, violencia bipartidista. Ahora, un conflicto armado. Aquel año que parte la historia de Colombia, en un antes y un después, coincide con el marco histórico planteado por el CNMH (2013) al proponer el año 1958 como el inicio del conflicto armado en Colombia. Si los cálculos son precisos, podríamos hablar entonces de un conflicto armado que, sobre sí, acumula ya más de medio siglo. Aun así, la longevidad no es lo único que lo caracteriza. Además de ser uno de los conflictos armados más largos del mundo (Calderón, 2016), es heterogéneo en sus maneras, en sus grupos y en los territorios en los que se desarrolla (CNMH, 2013). Asesinatos selectivos, masacres, tortura, desapariciones, secuestro, desplazamiento forzado, despojo, extorsiones, violencia sexual, reclutamiento, uso de minas y, en general, ataques a civiles son las modalidades de la violencia reconocida en Colombia (CNMH, 2013). La heterogeneidad de las manifestaciones del conflicto se revela y se corresponde con las múltiples formas en las que la escuela es impactada por la guerra y, en general, por los grupos armados: utilización, destrucción de las escuelas y uso de minas cerca de estas; ataques a maestros y maestras, vinculación de niños y niñas a los grupos armados (Romero, 2013; GCPEA, 2014, GCPEA, 2022, COALICO, 2014, Entreculturas, 2017). También son impactos del conflicto armado, el cierre de escuelas por el desplazamiento de la población o por la inseguridad que les rodea (Fecode & Viva la ciudadanía, 2019). 

            Lejos están la escuela, docentes y estudiantes de salir ilesos de esta realidad. Y, en esa medida, sus lógicas escolares, sus formas de contacto, sus estrategias de enseñanza y aprendizaje también se han modificado, adaptado y ajustado a un contexto de guerra. Los efectos de las guerras en las escuelas y la educación han sido tema de estudio, desde ese famoso informe de La Violencia en Colombia (Guzmán et al., 1980); pasando por reportes históricos sobre la guerra de las escuelas (Ávila, 2006; Ortiz, 2002 & 2010; Sánchez-Meertens, 2017; Melo, 2020) y la Guerra de los mil días (Echeverri, 2021), hasta la violencia en las escuelas (Parra, et. Al, 1988/1996). O los informes de diferentes entidades que reportan diversos hechos en y contra las escuelas y las investigaciones sobre la enseñanza en zonas de conflicto (Romero, 2013; Lizarralde, 2003 & 2012a & 2012b).

            Estos ataques a las escuelas y los impactos que las diversas formas de violencia que sobre ella se ejercen dejan cicatrices en muros, tableros, aulas, patios de recreo y en el alma de la comunidad educativa que reacciona con miedo, ira y, a veces, desprecio hacia los responsables. Se podría decir, siguiendo a Ahmed (2015), que estos ataques instauran una política de las emociones que orientan acciones, gestos, prácticas y concepciones sobre el mundo. A este mismo respecto, Kaplan (2018), destaca que es necesario dejar una “(…) pregunta por las marcas subjetivas y las experiencias afectivas y vinculares que se construyen en la vida escolar. La escuela deja huellas. Y de allí su valor simbólico sobre la conformación de nuestra organización afectiva” (p. 10). En el caso que presentamos en este artículo, las emociones, especialmente el miedo, que opera como un lanzamiento hacia el futuro, uno que se observa como atávico e imposible, construye unas fronteras en el oficio de la enseñanza que definen las superficies de eso que denominamos subjetividad pedagógica.

            En este orden de ideas, dedicaremos los apartados siguientes a la forma cómo estas múltiples formas de violencia terminan por determinar la subjetividad de las y los docentes. Para ello, delimitaremos la noción de subjetividad pedagógica. En otras palabras y partiendo del relato de una maestra en el departamento de Antioquia, exploramos la configuración de la subjetividad pedagógica en el marco de la guerra. Lo anterior implica pensar las múltiples formas que utilizan las y los maestros para adaptarse a un contexto que los amenaza e intimida.

Impactos del conflicto armado sobre la educación: el caso de una maestra

En este apartado abordaremos las múltiples formas en las que se ha nombrado aquello que le ocurre a los maestros y maestras en el país y, a su vez, procuraremos dar cuenta de la multiplicidad de fenómenos que agrupan los impactos que sufren en el marco de la guerra en Colombia.  

Aquello que GCPEA (2022) ha llamado Attacks on School Students, Teachers, and Other Education Personnel o que Entreculturas (2017) denomina ataques y asesinatos de profesores y lo que la UNESCO (2011) nombra como agresiones contra niños y docentes son, en sí, categorías amplias y complejas que abarcan en su interior un sinnúmero de fenómenos, que merece ser detallados según el tratamiento que se le ofrece a esta realidad. Según GCPEA (2022), al interior de los Attacks on School Students, Teachers, and Other Education Personnel podemos encontrar cualquier tipo de incidente en el que un estudiante, un profesor o cualquier agente educativo resultase “injured, killed, abducted, or threatened” (p. 13). En la caracterización que ofrece la UNESCO (2011) las agresiones contra niños y docentes tienen que ver con aquellos ataques que sufren estos agentes, no solo en la escuela, sino también camino a ella, como resultado de, por ejemplo, el uso de explosivos, ataques suicidas o el envenenamiento de depósitos de agua que alimenta algún centro educativo. En últimas, cualquier ataque en el que un profesor o un alumno resulte herido o muerto. Entreculturas (2017), en su estudio, parece solo considerar el asesinato o muerte de docentes, en los impactos referidos a los maestros y las maestras. Ahora bien, el problema, como veremos, resulta más amplio y de múltiples aristas.   

Según la categorización propuesta por la ENS y Fecode (2019), las modalidades de la violencia contra maestros y maestras se piensa en términos de violaciones a la vida, a la integralidad y a la libertad de las y los docentes y, según el análisis de este informe, es menester pensar este problema en términos más amplios, matizando las aristas del problema y enunciando, una a una, las múltiples formas en la que la vida, la integridad y la libertad, como derechos, resultan violentados en el marco de un conflicto armado. En este orden de ideas, lo que anteriormente se ha nombrado como ataques, asesinatos y agresiones a maestros y maestras, recoge dentro de sí, otro número de modalidades de violencia mediante las cuales terminan siendo víctimas del conflicto armado, según la ENS y Fecode (2019). Las violaciones a maestros y maestras, consideradas por ambas organizaciones en el conflicto armado colombiano serían, entonces, las siguientes: amenazas, desplazamiento forzado, detenciones arbitrarias, hostigamientos, secuestros, torturas, allanamientos ilegales, homicidios, desaparición forzada, atentados.  

La Fundación Compartir (2019) considera, como formas de victimización para las y los docentes, los asesinatos selectivos, los secuestros, la desaparición forzada, la violencia sexual, las masacres, el uso de minas antipersonales o municiones sin explotar (MAP-MUSE) y los atentados terroristas. Vale aclarar que parte de las cifras ofrecidas por la Fundación Compartir (2019), así como las modalidades de victimización, basaron su análisis en los datos del Observatorio de Memoria y Conflicto del CNMH (1958-2018), únicamente para los municipios con Plan de Desarrollo con Enfoque Territorial –PDET-, que hacen parte de una estrategia de priorización territorial tras la firma del acuerdo. Queda por pensarse aquellas modalidades de victimización y las respectivas cifras para el resto del territorio. Como ya se mencionó, este informe no considera las amenazas, ni los desplazamientos, dos de las formas de victimización con mayor número de casos ofrecidas por los informes de ENS y Fecode (2019).  

La idea de una subjetividad pedagógica    

La noción de subjetividad tiene en el ámbito de las ciencias sociales y humanas (González 2008, 2019, 2012; Zemelman, 1998, 2010) una presencia inusitada, pues se emplea para diversas acciones, discursos y explicaciones. Parece, a veces, un término omnipresente en análisis epocales y reflexiones disciplinares (como la economía y su pregunta por el hommo economicus, Read, 2009), para explicar tensiones humanas (como la que se producen con los medios). Incluso, se le usa para hablar de construcción o fabricación de formas y modos de ser. Para el caso de la educación, Larrosa (1995), Varela (1995), Corea (2004), Popkewitz (2000), Torres (2006), Ball (2013, 2017, 2022), Veiga-Neto (2010, 2018) y Zuluaga (1999, 2021) nos presentan un debate sobre la influencia de la escuela en quienes asisten a ella en calidad de estudiantes y a través de sus contenidos, rituales, encuentros y normas que permite que cada una se convierta en sujeto; esto es, el paso por la escuela permite ser lo que no somos. Aquí, y siguiendo a Foucault (2001), la subjetividad se entiende como un marco relacional en el que se define, moldean, regulan, ordenan y dirigen las acciones, gestos y pensamientos de las personas. Esto nos permite comprender cómo “se convierte a la persona en un sujeto por medio de reglas y estándares concretos de modelos institucionales determinados” (Popkewitz y Brennan, 2000, p. 27). Y uno de estos modelos institucionales lo encarna la escuela. Por ello, podríamos decir, que la escuela y sus prácticas son medios empleados para producir, sostener y promover modos de vida afines a propósitos de época. La subjetividad implica, pues, que somos sujetos por la acción de procedimientos y técnicas de poder que nos ubican e instalan en un marco (Gore, 2000). Sin embargo, y de acuerdo con lo que propone Foucault (2001), no todo es determinación del poder, configuración fija de lo que somos en los espacios. Existen también formas de resistencia que buscan que cada sujeto haga de su vida una obra de arte, y que para el caso de la educación se traducen en la idea de la autoformación (Ball, 2013). Esto se vincula con las propuestas de Foucault (2000) que, al pensar la relación entre sujeto y verdad, introduce el concepto de cuidado de sí, que lleva implícito el cuidado y la atención (a lo que se piensa, se mira y se escucha), así como la necesidad de tomarse en las propias manos y hacerse cargo de una misma. Estos dos iones de la subjetividad, la regulación externa por el poder y la construcción propia a través del cuidado y la atención, pueden leerse como una tensión entre lo impuesto (poder) y aquello que podemos elegir.

Para complementar la visión que acabamos de exponer, queremos presentar otras tres aproximaciones a la noción de subjetividad que nos permitirán indicar cuál es nuestro punto de vista al respecto. La primera es la de Legarde (1997), quien comprende a la subjetividad como una manera de ver y entender el mundo constituida por normas, valores, creencias, lenguajes y formas de aprehender el mundo, conscientes e inconscientes, físicas, intelectuales, afectiva y eróticas y que se concreta en lo que se hace en el mundo. Esto último está definido por el ser hombre o ser mujer. Estos elementos que componen esa subjetividad pueden ser de épocas y contextos diferentes.

Con esta metodología es posible hacer el mapa histórico-temporal de la cosmovisión de género hasta agotar sus reductos, y comprobar que la cultura como vivencia social y la subjetividad de cada quien, están organizadas de manera sincrética: en ambas coexisten con mayor o menor tensión y conflicto aspectos eclécticos de diversas cosmovisiones (Legarde, 1997, p. 14).

            Esta concepción nos resulta útil; pues, la perspectiva de género que introduce la autora nos lleva a pensar en asuntos culturales, en las representaciones, estereotipos y normas que hay sobre las mujeres (maestras). Responder a preguntas como “¿Cómo vive cada quien su vida como mujer y como hombre?, ¿cómo se siente consigo y con el mundo?” o, incluso, “¿qué espera de sí, de los otros, de la sociedad, de las instituciones?, ¿a qué le teme?, ¿cuáles son sus impedimentos y cuáles sus habilidades para vivir?” (Legarde, 1997, p. 47), nos permitirá comprender desde dónde se mira y actúa en el mundo y la manera en cómo la tensión interior/exterior o privado/público se juega en las actuaciones. En otras palabras, responder estas preguntas nos permitirá comprender la posicionalidad propuesto por Lauretis, que Legarde retoma de Molina (s/f):

El concepto de posicionalidad señalaría, por un lado, el carácter relacional y contextual de la identidad femenina -lo que prevendría de una caída en esencialismos-, y, por otro, daría cuenta de una identidad común al sostener la lucha política, pues la posicionalidad de base que comparten todas las mujeres es la de la falta de poder: la mujer es una posición desde la cual la lucha política puede emerger (p. 206).

            La siguiente concepción la tomamos de Corea (2004), para quien la subjetividad es:

…un modo de hacer en el mundo. Una subjetividad es un modo de hacer con lo real. Llamemos a esas prácticas sobre lo real operaciones. Y digamos, con menos belleza que Buber, que la subjetividad es la serie de operaciones realizadas para habitar un dispositivo, una situación, un mundo (p. 48).

Aquí, la subjetividad está referida a qué hacemos con lo que somos. En el caso de esta investigación, esta acepción es útil porque nos permite abordar la identidad de ser maestra como una construcción solidaria de la teoría y la práctica, el contexto y la norma, los ideales de la educación y las realidades de las y los estudiantes.

La última concepción que traemos es la que desarrolla Hernández (2010), quien se refiere al ámbito de la escuela y presenta tres maneras de entender la subjetividad.

1. La subjetividad como posibilidad de reconocimiento de quien se es y de (la) autorización para seguir siendo y para ser más, a partir del espacio de autoconstrucción que se hace posible.

2. La subjetividad como la constitución de maneras y sentidos de ser.

3. La subjetividad como un núcleo de mi (la) búsqueda personal. (pp. 12-14).

            De la propuesta que hace Hernández (2010) nos interesa destacar, y en relación con lo que ya se ha planteado antes desde Foucault (2001), que la subjetividad requiere ajuste y acomodo, resistencia y libertad, búsqueda y creación. Es decir, la subjetividad no es una certeza, es un eje para movernos en el mundo en relación con las demás personas que, a su vez, regulan, moldean lo que somos (lo que vamos siendo) a través de una serie de gestos de cuidado que implican el conocimiento de lo que somos y su puesta en escena a través de la narración.

Con base en estos aportes, queremos presentar una aproximación a la noción de subjetividad que servirá para el desarrollo de nuestra perspectiva. Esta concepción intenta recoger elementos de las posturas que presentamos y darle un matiz en relación con una de nuestras preocupaciones en el proyecto: ¿qué pasa con las prácticas pedagógicas cuando ocurre un hecho de intimidación a docentes?

Por subjetividad entendemos un relato, una acción, un pensamiento, una práctica en el que el “yo” se despliega en cada contexto y espacio de interacción humana haciendo síntesis de valores, normas, hábitos, costumbres, indicaciones, regulaciones, luchas, disputas, búsquedas y formalizaciones de una historia acerca de lo que somos. La subjetividad es un orden narrativo (Arfuch, 2007) que nos permite dar cuenta de nuestro presente, de lo que actuamos; es un orden narrativo que se mueve entre el ahora y el pasado para dar cuenta de cómo hemos llegado a esto y encontrar, no explicaciones, sino razones y sentidos de ello. Por todo esto, lo que proponemos es un orden narrativo que sirve como cuidado de sí para saber que no estamos hechas de manera definitiva, que nuestros márgenes se mueven y modifican, que somos seres contingentes que siempre, siempre, estamos en busca de un saber que nos permita pensar de otras maneras. Podríamos decir, siguiendo al poeta argentino Juarroz (2005), que “vivir es estar en infracción” (p. 356). A partir de esta idea, también es posible decir que la subjetividad, en tanto orden narrativo, define unos contornos de sujeto que son móviles, se modifican con la experiencia; son permeables, pues proponen una relación entre el adentro y el afuera, entre lo individual y lo colectivo, entre el interior (como síntesis) y el exterior (como despliegue). De nuevo el poeta presta sus palabras para hacer alusión a esta idea:

La realidad es infracción.

La irrealidad también lo es.

Y entre ambas fluye un río de espejos.

que no figuran en ningún mapa. (p. 356-357)

            La subjetividad es, entonces, una visibilidad de lo que somos, una imagen que presentamos a los demás y que recoge honduras del ser, el saber, el sentir, el pensar; es, también, la imagen que devuelven las otras personas (sea como espejo que refleja lo que creemos y queremos ser o como uno que deforma la imagen); pues, la subjetividad “es también una construcción interactiva e intersubjetiva entre el sujeto y los otros, entre el sujeto y el mundo” (Legarde, 1997, p. 45), y esto involucra una inscripción generalizada (sea desde los patrones sociales construidos e impuestos o desde las resistencias). Con esto, queremos indicar que la subjetividad, como hemos sostenido antes, no es una entidad única, uniforme o estática; sino que es un movimiento y un espacio de lucha y reconfiguración.

En cuanto a la noción de subjetividad pedagógica, nos es necesario mencionar los trabajos de Corea (2004), quien señala la existencia de una subjetividad pedagógica como una regulación escolar sobre las tareas que debemos cumplir. Se trata de “prácticas que instituyen la conciencia y la memoria como su efecto ulterior” (p. 50). Es decir, operaciones que regulan las formas de hacer en la escuela y la relación con el saber. Así, lo que la autora propone, y en relación con lo que hemos señalado antes con Popkewitz y Brennan, es que la escuela promueve unas formas de ser que, a juicio de la autora, están volcadas en el afuera, en el rendir pruebas y responder exámenes o tareas sobre el saber que resultan ajenas a propósitos interiores. La subjetividad pedagógica es, entonces, una cierta forma de despojo de lo propio para instaurar lo ajeno que, en este caso, es el saber escolar, un medio de disciplinamiento.

Esta postura de Corea (2004) nos resulta útil para dar cuenta de lo que deseamos en este texto; y es indicar que la subjetividad pedagógica, en consonancia con la definición que hemos propuesto de subjetividad, es un modo de actuar en el aula que implica la síntesis analítica de teorías, métodos, de certezas sobre el poder de la educación y las dudas sobre sus efectos en medio de contextos adversos y una estructura social, política y económica que parece perpetuar un orden establecido para excluir. Esta subjetividad también está compuesta de las tensiones propias de un sujeto sujetado, maestro y maestra, a normas, regulaciones y disposiciones en medio de una búsqueda propia de subjetividad en el sentido que Foucault (2000) atribuye a la epimeleia hatou.

Otro de los referentes para abordar este concepto lo constituye la obra de Simons y Masschelein (2010), en la que se aborda la idea de una subjetividad pedagógica a la luz de los planteamientos de Foucault sobre el tema y de Rancière (1987/2018) sobre la igualdad en los espacios escolares y la lógica explicadora que crea desiguales, como lo expone en El maestro ignorante.  Así, usan subjetividad pedagógica para aludir a las relaciones que permiten verificar las condiciones de igualdad en los espacios escolares, a partir del descubrimiento de la propia potencia, mediante esas tecnologías que crean un sujeto capaz de comprometerse con el conocimiento que se abre en la escuela, una entidad con el firme propósito de crear igualdad. Y esto ocurre porque la escuela, y la subjetividad pedagógica que produce está referida a la experiencia de la potencia; al ser capaz de, en los espacios escolares, vivir el comienzo de un ser que sabe y puede.

Queremos reservar la noción de subjetivación pedagógica a la verificación de la igualdad, y concretamente a la verificación de la propia “capacidad de” o de la propia “potencialidad”. Se trata de la fuerte experiencia del alumno de que “es capaz” (de hacer algo, de saber algo, de hablar de algo). (Simons & Masschelein, 2010, p. 601).

Con base en esto podemos decir que la escuela es lugar de lo común, punto de partida de múltiples comienzos, de la habilidad, de la capacidad, de la igualdad que no se concibe como una certeza científica, algo que puede demostrarse mediante diversos procedimientos; sino que se comprende como una relación que produce encuentros y permite, en cada acto de enseñanza, trocar eso que las leyes sociales pregonan o lo que la economía predice. Así, la escuela no es para la reproducción, sino para la confianza en la que el saber podrá ofrecer algo a alguien. Esto es posible porque se pasa de un maestro explicador a un maestro emancipador (Biesta, 2017a), uno que reconoce la “igualdad de las inteligencias” (Simons & Masschelein, 2010, p. 601), valora el intercambio pasional (Steiner, 2007) que está implicado en la relación maestranza-discipulazgo y a partir de este crea confianza para ofrecer a cada uno, una oportunidad.

Esta noción de subjetividad pedagógica, a partir de la obra de Rancière que toman de base a Simons y Masschelein, hace alusión a las formas posibles de una relación que permite el reconocimiento de sí mismo y de los demás, la vinculación con las tareas, la apertura al mundo a través del conocimiento y la ocupación de un lugar, simbólico, a partir de las relaciones que se establecen. Así, proponen algunas tecnologías que, a la manera de reglas escolares, permiten: empezar siempre, ser capaz, prestar atención. Esto conduce “a una especie de “subjetivación pedagógica” que conduce a una experiencia de potencialidad (de ser gobernado y gobernarse de otra manera”[2] (Simons & Masschelein, 2010, p. 603).

Estas características de la subjetividad pedagógica que presentan estos autores: igualdad y potencialidad, podemos trasladarla a docentes para referirnos, entonces, a esta como un conjunto de condiciones en las que se lleva a cabo el oficio, a maneras de establecer los vínculos, a métodos a través de los cuales presentar los contenidos escolares, a técnicas que se utilizan para organizar la maestranza; ajustes en lo que somos como maestras para permitir que la relación siga su curso en el marco de prácticas emancipatorias que podrían leerse como resistencia frente a la clasificación, la desesperanza y el eficientismo.

Con esto, podemos decir que una subjetividad pedagógica se entiende aquí como un relato, una acción, un pensamiento, una práctica de quien profesa la enseñanza; es una síntesis de teorías, conceptos, historias, experiencias que, sobre la enseñanza, adoptamos para dar forma a una manera de enseñar que emerge en cada encuentro y acto pedagógico. La subjetividad pedagógica es, siguiendo a Biesta (2017b), el uso de distintas tecnologías para asumir el riesgo de educar que significa aceptar la incertidumbre del encuentro; la subjetividad pedagógica es, entonces, acontecimiento que busca sostener:

La idea de la educación como natalidad (Arendt, 1996; Bárcena & Mèlich, 2014); esto es, como novedad, como aquello que surge de lo que ya existe a través de la experiencia, que es “encontrar extraño y singular lo que nos rodea, un cierto encarnizamiento en deshacernos de nuestras familiaridades y en mirar de otro modo las mismas cosas” (Foucault, 1999, p. 222).

La educación como práctica de la igualdad, como plantea Rancière (1987/2018), como comienzo constante y permanente que no es otra cosa que la confianza en que quien asiste a la escuela, como espacio de lo común, tiene capacidad para ser parte de ella. Para acercarnos a una versión de lo colectivo recurrimos a Rockwell (2018): ¿Qué es el común? es lo que se pertenece y se comparte de manera pareja entre todos; es el territorio que todavía no se encuentra cercado. “Es lo que no se ha convertido en mercancía, lo que no está sujeto al control del estado central, lo que sí sostiene la vida, la cultura, el conocimiento, la educación.” (p. 869).

La educación como acogida hospitalaria, recepción de un ser que es irreductible y demanda, para el diálogo o la conversación, algunos gestos pedagógicos, como la escucha, la mirada, la palabra.

La acción educativa como una “influencia (…) situacional, práctica, normativa, de relación y autorreflexiva” (Van Manen, 1989, p. 31), que busca el bienestar y el despliegue de una responsabilidad hacia las demás personas que implica el cuidado como “(…) una actividad de la especie humana que incluye todo lo que hacemos para mantener, continuar o reparar nuestro “mundo”, de modo que podamos vivir en él de la mejor manera posible. Este mundo incluye nuestros cuerpos, nuestras individualidades (selves) y nuestro entorno, que buscamos entretejer una red compleja que sostiene la vida” (Tronto, 2018, pp. 24-25). El cuidado como una opción, como aquel que elegimos (Gilligan, 2013) para ser, estar y poder.

            A partir de esta noción que hemos propuesto, vamos a presentar cómo el conflicto armado y sus diversas acciones: amenazas e intimidación directas, o acciones vicarias de quien han padecido otras formas de violencia, transforman el ideal de la relación pedagógica, trastocan el orden de las palabras y los intercambios para imponer, en su lugar, la mudez, la distancia y la extrañeza del oficio.

Las emociones y la subjetividad pedagógica

El auge del término emociones y su aplicación a la educación (Kaplan 2018; Kaplan & Szapu, 2020; Ahmed, 2015; Nussbaum, 2007; Camps, 2011; Kaplan, 2022) da cuenta de una era de las emociones (Kaplan, 2022, p. 15), lo que supone una intensificación de la producción, una profusión de programas que buscan regular, educar, controlar o gestionar las emociones. En nuestro caso, y en relación con la idea de subjetividad pedagógica, pensamos que las emociones, como lo destaca Nussbaum (2004b), son “(…) no sólo urgencias animales, sino también partes plenamente humanas de nuestra visión del mundo” (p. 314), compuesta de aspectos personales, culturales y sociales que dan forma a una manera de estar y sentir. Esto va en contravía de, como lo destaca Illouz (2014), una pretensión objetivante, universalista, reguladora de las emociones que buscan su reducción teórica o práctica para analizar lo que ocurre. Y, más bien, va de la mano de “(…) un mecanismo que obligue a la gente a alinearse alrededor de experiencias y estilos emocionales similares (…)” (p. 38). En las diversas entrevistas que hemos realizado para este proyecto nos encontramos con una emoción central: el miedo. Ese miedo que atenaza, perturba, limita, marcas nuevas fronteras, trastoca la cotidianidad y, para el caso que nos ocupa, impone cambios en los modos de relación con la comunidad educativa que implican: mudez, desconfianza, lejanía; respuestas que, según Camps (2011), habilitan una nueva forma de convivir en la escuela, ejercer el oficio de la enseñanza. Quizá, y siguiendo a Nussbaum (2019), lo que el miedo produce en la subjetividad pedagógica sea, también, una de las formas que toma la esperanza como una necesidad ontológica (Freire, 2009) y como una condición pedagógica; esto es, una cualidad propia del oficio de enseñar (marcar, señalar, guiar, orientar, como dice Comenio). Por ello, insiste Freire, es necesario educar la esperanza, hacer de las preguntas, caminos (in) ciertos para buscar respuestas; procurar que aquellas situaciones que amplían las brechas y enfatizan la desigualdad y promueven el olvido o el borramiento de los seres humanos y las conquistas históricas del bienestar, sean objeto de análisis y discusión; intentamos ampliar la mirada, romper los horizontes para ubicar estos hechos, acontecimientos, saberes, dispositivos de control y regulación, en un ámbito en el que ocurre lo inédito viable, o sea el sueño y la utopía.

Anotamos esto porque aun con miedo, y en medio del miedo, la enseñanza sigue su curso; porque, como dice Nussbaum (2019) “la esperanza como el miedo, siempre implica una impotencia significativa en el sujeto que “espera” que algo se produzca. (p. 233). Así, y como refiere esta autora a propósito del miedo, la esperanza es su reverso, la contracara, el aliento que permite seguir. La esperanza es, en el caso de las situaciones que hemos relatado, una perspectiva que permite, desde la idea de la subjetividad pedagógica, dar continuidad a la vida escolar. No es un comportamiento o perspectiva estoica o temeraria de la vida; sino, la construcción de un lugar posible para seguir. Por ello, podemos decir que el miedo/esperanza, como díada de emociones que sostienen la presencia en la escuela, se convierte en red: de saberes, de actitudes, de gestos, de silencios y palabras.

Vínculos y proximidad pedagógica

Como ya se ha aclarado y con el afán de guardar la seguridad de la maestra, procuraremos no dar detalles sobre la escuela o la vereda en la que se encuentra. Diremos, por lo pronto, que su escuela se encuentra en un cruce de caminos. En primer lugar, se halla en una zona fronteriza entre dos departamentos. Su ubicación es clave para la comunicación entre ambos departamentos. No solo ello: la escuela se encuentra entre dos municipios y, conforme a ello, a sus aulas acuden estudiantes de las veredas de ambos pueblos.

Si pretendemos acercarnos a la experiencia de esta maestra y a las formas cómo el conflicto armado influyó en su labor pedagógica y las formas cómo un contexto de guerra moldeó su trabajo como docente, debemos entonces referirnos incluso al primer momento en el que es nombrada en propiedad allí y en el que supo que trabajaría en una escuela rural. Al recibir la notificación de su traslado, esta maestra proyectaba, dadas sus convicciones y su compromiso con la educación rural, irse a vivir allí, cerca de la escuela: “Yo pensaba vivir en la vereda y quería vivir en la vereda. Era parte de mis sueños” (entrevista a maestra, realizada el 18 de marzo 2023). Y lo que parecía, según sus palabras, la casi consecución de un sueño se vio interrumpido por las recomendaciones y advertencias de sus pares: “no te puedes ir a vivir a la vereda” declara la maestra. Lo que en un principio fue una advertencia infundada devino luego en un cúmulo de razones, muy claras, que le permitieron entender por qué no podía vivir cerca de la escuela, como vecina de sus estudiantes:

Hasta que yo con el tiempo entiendo porque es que no puedo vivir en la vereda. Seguramente sí podemos, pero no sería fácil siendo maestro y alguna vez recibo el comentario de un compañero, es que, si usted va a visitar tal familia, los amigos de esa familia son sus amigos, pero los enemigos de esa familia también son sus enemigos. (entrevista a maestra, realizada el 18 de marzo 2023).

            Y luego agrega: “mi manera de ser es como de generar esos vínculos, vengo de una vereda (…) en que es así” (entrevista a maestra, realizada el 18 de marzo 2023) Y, finalmente, afirma que también le advirtieron que “profe, es mejor que no escuche tanto, ni vea tanto”. Como maestra rural y, respondiendo al carácter que ella misma describe y confiesa, parte de su labor se determina por los vínculos que establece con las familias, con los niños y niñas, en general, con las y los estudiantes. De ahí que, aun sin llegar y sin terminar de instalarse en su nueva escuela, tuvo que entender con apuro que los vínculos en el contexto en el que se encuentra la escuela terminan por comprometerla y, en ese sentido, los lazos con las y los estudiantes y sus familias pueden crear la falsa sensación de que ha tomado partido en un conflicto del que, ella misma lo confiesa, poco o nada entendía cuando llegó.

Lo anterior influye en la subjetividad pedagógica de la maestra, en tanto la relación y los lazos que establece un maestro o una maestra con las familias de las y los estudiantes no puede entenderse como accidental o accesoria. En otras palabras, a la labor docente le es connatural el relacionamiento con las familias. Y no solo le es y le debe ser connatural, sino que también es menester mejorar los canales de comunicación entre la familia y la escuela para el beneficio de la comunidad educativa (Serdio, 2008). Un error sería abordar la educación, entendida según Serdio (2008), como una tarea común, en solitario: la familia a un lado y los docentes al otro. Un camino fácil, pero no por ello efectivo, para cumplir con esta tarea común sería la delegación mutua: la familia le delega a la escuela la tarea educar y, en el mismo sentido, la escuela hace lo mismo con la familia (Altarejos, 2002; Serdio, 2008). Esta delegación trae consigo un sacrificio que se materializa en múltiples niveles: la calidad educativa se reduce, el compromiso de los maestros y maestras disminuye, la actitud de las y los estudiantes frente a su propio aprendizaje también mengua (Serdio, 2008) o, incluso, el fracaso escolar aumenta (Moreno, 2010). Al referirse a las consecuencias que devienen de una relación distante entre padres y madres, por un lado, y maestros y maestras, por otro, Villarroel y Sánchez (2002) afirman que la falta de comunicación “repercute creando vacíos, prejuicios, conflictos y desmotivación, lo que afecta los aprendizajes” (p. 128). De allí que la relación entre las y los maestros y la familia, en sentido inverso, sea fundamental para la calidad de la educación, para aumentar el compromiso de maestros y mejorar la actitud de los estudiantes en su proceso de aprendizaje y, en general, para el buen rendimiento de las y los alumnos (Herrera & Espinoza, 2020). Esta relación resulta fundamental también para la atención de estudiantes con necesidades educativas especiales (Soto e Hinojo, 2004).

En últimas, las advertencias que a la maestra le hacen y los cuidados que l recomiendan minan por completo su relación con quienes, según los referentes que hemos mencionado, son parte consustancial del proceso educativo: los padres y las madres de las y los estudiantes. En este sentido, lo que inició con una limitación física, es decir, no poder vivir en la vereda, termina con una prohibición relacional: no hacer vínculos con las familias. Si, como hemos dicho ya, una buena relación entre los maestros, las maestras y los padres y madres garantizan un proceso educativo óptimo, la pregunta es entonces ¿Cómo se enseña y cómo se educa sin establecer vínculos? 

Ahora, el punto no es solo ver, escuchar o vincularse con la comunidad. Las restricciones no están dadas, implícita y explícitamente, según la ley de los grupos armados, a los vínculos que ella podía o no establecer con las y los estudiantes y las familias. Es mandato implícito en este territorio guardar silencio. En alguna otra ocasión, un maestro, compañero suyo, acuerda con ella una cita. En parte, dice ella, él lo hizo por la preocupación que tenía por su seguridad y su bienestar. Según cuenta la misma maestra, el origen de la preocupación tenía que ver con el repertorio de amenazas a docentes y directivos docentes con el que esta institución educativa contaba. Antes de que ella llegase a la escuela, dos maestros y una rectora fueron amenazados, bajo el supuesto de que “hablaron” o, en otras palabras, “porque dijeron algo en relación con lo que pasaba en el territorio”, según le narró a la profesora el maestro. Y, el profesor preocupado, le hace notar que “usted está como hablando mucho y como preguntando mucho” (entrevista a maestra, realizada el 18 de marzo 2023). Es más, y como resultado de la preocupación general que sentían los profesores por las actitudes de esta maestra, la advertencia que le hacen sus compañeros en una oportunidad, cuando todos se pueden sentar a conversar, es más que clara: “Cállese” y, conforme a ello, “por favor no escuche”. Con las actitudes nos referimos, siguiendo las palabras de esta maestra, a la indignación que sentía al ver que muchos estudiantes estaban dejando la escuela e interrumpiendo su proceso educativo, producto de lo que en esta vereda ocurría por la presencia de estos grupos. En particular, porque los grupos armados de la zona amenazaban a las familias, obligándolos a dejar sus hogares con la consecuencia natural, para las y los estudiantes, de tener que abandonar la escuela. Para ella, era una obligación activar las rutas correspondientes, según lo estipulado: contar, hacer la denuncia, garantizarles a esos estudiantes su derecho a la educación. Aun así, la advertencia de los profesores es que, si acaso quiere continuar en la escuela y en la vereda, en su profesión como profesora, se debía cuidar con un mandato de acero que nunca podía incumplir: “usted ve, usted escucha y usted calla”. Para la profesora, seguir este mandato incuestionable era hacerse cómplice de todo cuanto ocurría y, en ese sentido, es participar con el silencio de todo lo que en la vereda ocurría y, particularmente, de lo que les sucedía a las y los estudiantes.

El ejemplo que propone la maestra es desgarrador. Ante la violencia sexual de una niña y, posteriormente, su retiro de la institución educativa, la maestra procura activar la ruta, con los medios con los que cuenta. Se dirige entonces a donde la rectora, la pone al tanto del asunto y, como respuesta, la rectora le dice:

Haga, vaya, denuncie, vaya a Comisaría, pero asuma que usted, lo que pueda pasarle a usted. Asúmalo usted. Y usted no sabe quién es el padre de familia, no sabe con quién se habla ese padre de familia porque lo que van a ir a hacer desde Comisaria es venir a decir usted está abusando de su hija, usted está abusando de la mayor. (entrevista a maestra, realizada el 18 de marzo 2023).

            Según nos cuenta la misma maestra y aunque de forma anónima se hizo la denuncia, nunca pasó nada. “Yo veo que no pasó nada. Se hizo la gestión y no pasó nada.” Y en parte, ella explica su silencio y el silencio de sus compañeros, no solamente a partir del miedo que les provoca denunciar, sino ante la convicción de la inutilidad de hacerlo: sus compañeros confirman que:

Aquí no va a pasar nada, así tú lo digas. Entonces yo empiezo a entender que el silencio no es ese silencio que se acomoda, sino que ellos ya han constatado lo que yo estoy constatando hasta ahora: vaya a la policía, la policía sabe y no hace nada, vaya a la Comisaría, la Comisaría sabe y no hace nada (entrevista a maestra, realizada el 18 de marzo 2023).

Ahora bien, el silencio que empieza a determinar el carácter de la maestra en su labor como profesora, se manifiesta y se traslada a espacios y escenarios propios del gobierno escolar. De ahí que manifieste que, durante mucho tiempo, en los comités de evaluación, ella se hubiese visto obligada a guardar silencio aun cuando solo estaba rodeada de compañeras.

Parte de este silencio que alcanza varios niveles, también se materializa en la mediación de conflictos y las estrategias del maestro para hacerlo. En parte, porque quienes están involucrados en los conflictos también son víctimas de este silencio impuesto y, de ahí, que las y los estudiantes cuestionen a la maestra por obligarlos a hablar de eventos sucedidos, cuando está claro que en este territorio no se puede decir, se tiene que callar.

Varios asuntos podríamos afirmar en relación con esta segunda parte del relato de la maestra. En primer lugar, es importante señalar que, en la misma medida que a la labor docente le es connatural los vínculos con las familias, también le es congénita la obligación de activar rutas cuando la situación lo requiera. Despejando cualquier tipo de duda, la Ley 1146 de 2007 en su artículo 12 estipula que “el docente está obligado a denunciar ante las autoridades administrativas y judiciales competentes, toda conducta o indicio de violencia o abuso sexual contra niños, niñas y adolescentes del que tenga conocimiento.” Tal mandato es reafirmado por la Directiva 1 del Ministerio de Educación Nacional del 4 de marzo de 2022 mediante la cual se ofrecen “las orientaciones para la prevención de violencia sexual en entornos escolares”. Como en la Ley 1146 de 2007, la directiva N°1 establece la obligación que todo docente tiene de denunciar al enterarse o tener conocimiento de alguna situación de violencia sexual. No es una opción para las y los docentes, siguiendo el marco normativo, no denunciar o no activar las rutas cuando, con una dubitativa sospecha o con la certeza del conocimiento, saben que algunos de sus estudiantes están sufriendo este tipo de violencia.

En este orden de ideas, este marco normativo que da forma a la subjetividad pedagógica de quien ejerce como docente, se ve modificado por ese otro marco paralelo que obliga a los maestros en algunas zonas donde hay presencia de grupos armados a guardar silencio ante la violencia y la violación de derechos. El silencio es la garantía parcial de la seguridad y, en parte, del derecho a trabajar. Hablar, comentar lo que ocurre y no guardar silencio puede implicar el riesgo de la propia vida y, como en el caso de la rectora y el profesor al que la maestra hace mención, el desplazamiento.            

Una mirada a la subjetividad pedagógica

Con lo que hemos planteado antes y a partir de las palabras de esta maestra podemos decir que la subjetividad pedagógica en zonas de conflicto o en medio de situaciones de intimidación deja de ser un saber que emerge de las situaciones que se viven en las aulas para responder a las demandas del ser y del saber; para convertirse en una consciencia plena de lo que es posible decir y hacer para no convertirse en un objeto demasiado visible que ponga en riesgo la vida propia y la de las demás personas. Es, también, un dispositivo de autocontrol que permite controlar las reacciones, gestos y palabras de nuestra puesta en escena como maestras. Es una cierta forma de vigilancia sobre los silencios y las palabras para seguir, en medio del miedo y el temor, cuidando la vida y el encuentro. La subjetividad pedagógica sufre, en estos contextos signados por la violencia, una alteración que la convierte en diversos ejercicios de extrañamiento: corporal, lingüístico, didáctico, social; que nos llevan a ser otras, a contraponer relatos e historias sobre el oficio y las condiciones para ejercerlo, a buscar en el pasado algún asidero más firme para esta situación presente que se hace atávica e insoportable, a construir una manera de enseñar que sostenga la vida, la presencia y el saber. Podríamos decir, siguiendo a Le Breton (2012), que la subjetividad pedagógica en estos espacios se parece a una cultura afectiva; esto es, a un entorno que es difícilmente traducible a otro contexto o a otra persona; pues, adopta formas particulares de acción que deben ser leídas en contexto y de manera particular; no existe, entonces, la generalización sobre la respuesta al miedo desde la subjetividad pedagógica. Se trata, más bien, de gestos que buscan preservar la labor del oficio, el cuidado de la vida y la creación de una zona posible para la existencia de las diversas formas de ser maestras.

Contribución de Autoría

            Los autores de este artículo realizaron de manera conjunta las siguientes actividades:

·         Conceptualización: ID: 8b73531f-db56-4914-9502-4cc4d4d8ed73

·         Investigación: ID: 2451924d-425e-4778-9f4c-36c848ca70c2

·         Metodología: ID: f21e2be9-4e38-4ab7-8691-d6f72d5d5843

·         Redacción, edición y revisión: ID: d3aead86-f2a2-47f7-bb99-79de6421164d

Responsabilidad ética y legal

            Los autores del artículo son responsables de las opiniones aquí expresadas, cumplen con las prescripciones del comité de ética que avaló el proyecto de investigación. 

Conflicto de Intereses

            Los dos autores afirman no tener conflictos de intereses.

Financiamiento

            El proyecto de investigación al que se adscribe este artículo cuenta con la financiación de la Universidad de los Andes y la Universidad de Antioquia.

Correspondencia: hilda.rodriguez@udea.edu.co

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Trayectoria académica

Hilda Mar Rodríguez Gómez

Profesora titular de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia, allí dirige proyectos de investigación relacionados con formación de maestros y maestras, educación inclusiva y migración. Es coordinadora, para Colombia, del Programa internacional Expediciones Pedagógicas Transnacionales. Un modelo de investigación formativa en la formación del profesorado en Colombia y Suiza, Financiado por Movetia (Suiza), en convenio con la Universidad Pedagógica de Berna.

Andrés Restrepo Gil

Profesional del área de Educación de la Fundación Proantioquia Medellín, Antioquia, Colombia, estudiante del doctorado en educación de la Universidad Complutense de Madrid. Participa en investigaciones relacionadas con la educación inclusiva y la migración, el conflicto armado y la educación.


                                                                                                                                                 
cc

 © Los autores. Este artículo es publicado por la Revista EDUCA UMCH, Universidad Marcelino Champagnat. Este es un artículo de acceso abierto, distribuido bajo los términos de la Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional. (https://creativecommons.org/licenses/by/4.0/) que permite Compartir (copiar y redistribuir el material en cualquier medio o formato), Adaptar (remezclar, transformar y construir a partir del material) para cualquier propósito, incluso comercialmente.


[1] El presente artículo es derivado de una colaboración entre investigadores de las Facultades de Educación de la Universidad de los Andes y de la Universidad de Antioquia. La directora de la investigación es María José Bermeo, y participamos como coinvestigadoras: Gloria Naranjo, Hilda Mar Rodríguez y Andrés Restrepo.

[2] “(…) kind of ‘pedagogic subjectivation’ leading to an experience of potentiality (of being governed and governing oneself differently”. (Traducción propia)