Algunas reflexiones sobre el profesor como
piedra de toque
Some reflections on the teacher as a cornerstone
Ramon Alberto León Donayre
Autor
corresponsal: rld310850@yahoo.com.mx
https://orcid.org//0000-0002-3692-6986
Universidad Ricardo Palma, Lima, Perú.
Doi: https://doi.org/10.35756/educaumch202425.320
Recibido: 17
de mayo 2024
Evaluado: 3
de junio 2024
Aceptado: 28
de septiembre 2024
Como citar
León, R. A. (2024). Algunas reflexiones sobre el profesor como piedra de toque. Revista
EDUCA UMCH, 7-25. https://doi.org/10.35756/educaumch202425.320
Resumen
El
presente artículo expone un conjunto de reflexiones acerca del rol docente en la
sociedad contemporánea, marcada por transformaciones aceleradas. Aunque se reconoce
al profesor como un actor clave en el proceso de socialización, su imagen
social no es detectada, al igual que sus remuneraciones. Esto ocurre a pesar de
los desafíos que enfrenta, derivados de la masificación del estudiantado, la aparición
de nuevas tecnologías y los avances científicos, los cuales exigen actualización
constante y una postura crítica respecto a su propia labor. Al mismo tiempo, “viejas”
cualidades como la puntualidad, el trato respetuoso con los alumnos y la ética
profesional siguen siendo fundamentales. La innovación didáctica, la
incorporación de los nuevos conocimientos y el compromiso con la labor constituyen
los pilares esenciales para alcanzar la excelencia en el ámbito educativo.
Palabras clave: Profesor-
piedra de toque
Abstract
The present article presents a series of reflections
on the role of teachers in contemporary society, marked by rapid
transformations. Although teachers are recognized as key figures in the
socialization process, their social image often goes unrecognized, as do their
salaries. This happens despite the challenges they face, stemming from the
massification of student bodies, the emergence of new technologies, and
scientific advancements, which require constant updating and a critical stance
towards their own work. At the same time, “old” qualities such as punctuality,
respectful treatment of students, and professional ethics remain essential.
Didactic innovation, the incorporation of new knowledge, and commitment to the
profession are fundamental pillars for achieving excellence in the educational
field.
Key words: Teacher - cornerstone
Introducción
El tiempo transcurre y las circunstancias cambian. Lo que en su
momento parecía eterno e inmutable se revela como efímero e incluso
olvidable. El teléfono fijo, descrito
como una “tecnología relegada de los análisis sociales” (Ruelas, 2010, p. 144),
ha cedido su lugar al celular. Las oficinas de correo se han vuelto una rareza
en un mundo en el cual los mensajes de texto, los wasaps y los correos
electrónicos han otorgado a la comunicación una velocidad rasante. La dirección
postal ha dejado de ser relevante; la comunicación electrónica la ha desplazado.
Los filatelistas están de duelo: muchos países ya no lanzan estampillas, antes
seguidas y perseguidas por coleccionistas insaciables. Asimismo, los aficionados
a la fotografía están de plácemes, porque con los celulares ya no necesitan
cámaras Kodak ni otros artefactos similares.
Si todo esto no fuera
suficiente, el sentido de la distancia ha experimentado un cambio drástico: el
mundo se ha vuelto plano, como afirma Friedman (2006). Si antes se requerían semanas
para viajar en barco desde América del Sur a
Europa, hoy basta con un vuelo de diez horas para cruzar el “Gran Charco”.
Vivimos en un mundo en
constante cambio. No obstante, la diferencia actual radica en la rapidez vertiginosa
de estos cambios, que nos dejan atónitos. Muchos de ellos son positivos, como
los avances en la medicina. Sin embargo, también existen cambios negativos: los
denominados “cisnes negros”, según Taleb (2013), que son eventos inesperados como
la pandemia del COVID-19, que impactó a la humanidad de forma abrupta.
No obstante, parece que hay actividades humanas en las que los cambios han sido
menos significativos. La psicoterapia es uno de estos casos: al igual que en el
pasado, el cliente/consultante/paciente busca alivio, solución o consuelo
conversando con el psicoterapeuta. El drama humano que se vive en cada sesión
de psicoterapia sigue siendo el mismo: angustias, frustraciones, resentimientos
y dudas existenciales se exponen, se discuten y se abordan. A primera vista, no
parece haber cambios.
Sin
embargo, en realidad sí los ha habido. Lo que antes ocurría de manera
presencial, “persona a persona”, hoy sigue sucediendo de la misma forma en
muchos casos, aunque ahora el uso de plataformas como zoom ha mediado la interacción entre el
psicoterapeuta y su cliente. Ambos, sin salir de sus respectivos ambientes
familiares, pueden comunicarse y mantener el contacto. Aún no se ha investigado
si existen consecuencias significativas en la transición de las consultas cara
a cara a las consultas virtuales en una actividad tan delicada, llena de
sutilezas y misterios como la psicoterapia.
Como señala Steiner et
al. (2023):
El formato de las lecciones, la jerarquía de los
exámenes, los cursus que iban de estudios elementales a avanzados, la
biblioteca (aunque todavía en su guisa rudimentaria o monástica), las
rivalidades entre maestros -véase a san Abelardo y san Bernardo- permanecen, de
forma escasamente alterada, hasta el día de hoy. En Bolonia y en Gerona uno
todavía puede enseñar en los mismos atriles que eran comunes a los pedagogos
medievales y a los “doctores de la Iglesia”. Nuestras propias etiquetas,
licenciado, maestro en artes, doctor en filosofía, rector, decano, están
heredadas directamente de las funciones y designaciones del París o el Salerno
del siglo XVIII (p. 47).
El
profesor de actual tiene a su cargo numerosos estudiantes y desempeña su labor
(presencial o virtualmente) en aulas masificadas. Además, ha tenido que
adaptarse a nuevas tecnologías e incorporar a su vocabulario términos que hace
20 o 30 años habrían sido impensables: “competencias”, “rúbrica”, “tecnologías
de la información y la comunicación” (las famosas TIC), “evaluación continua”, “curso
híbrido”, entre otros.
El
profesor ha dejado de ser solo una persona encargada de impartir conocimientos
para convertirse, también, en un aprendiz constante que adquiere nuevos
conocimientos, no solo en su campo, sino también en su labor didáctica. Nunca
ha tenido tantos recursos tecnológicos a su disposición.
El
alumno, por su parte, ya no se conforma solo con lo que el profesor le enseña.
Por propia iniciativa o a sugerencia del docente, se ha transformado en un
buscador y complemento de nueva información, lo que lo lleva a explorar áreas
que, aunque no son estrictamente necesarias para su formación, despiertan su
interés durante el proceso de búsqueda.
La relación vertical profesor-alumno, que
caracterizaba la labor docente en el pasado, ha sido modificada. Hoy predomina una
relación más horizontal, una colaboración no solo en el aula, sino también en
las investigaciones que el docente lleva a cabo o en la exploración de
novedades tecnológicas, un campo en el que el estudiante puede estar a la
vanguardia, pues creció con estas tecnologías, mientras que el docente las
conoció cuando ya era un adulto.
El propósito de este trabajo es centrarse
en el profesor, quien ha experimentado los cambios más significativos.
Una
imagen del profesor
Al
igual que el militar, el médico y el sacerdote, el profesor ha estado presente
a lo largo de toda la historia, aunque bajo diferentes denominaciones: maestro
lo llaman unos, mentor otros, educador muchos; pedagogo, consejero,
tutor, ayo, domine. ¡Hasta profeta ha sido llamado!
En el incanato, se le conoció como Amauta.
Lo relevante no es el término utilizado. Su
presencia se puede constatar casi desde los albores de la humanidad. Todo gran
hombre reconoce que detrás de sus logros ha habido un profesor o un maestro. No
solo los grandes hombres, sino también aquellos que no alcanzaron la notoriedad:
Nerón tuvo como preceptor a Séneca, el gran estoico. ¿Quién educó a Calígula? ¿Y
quiénes fueron los profesores de Hitler y Stalin?
El profesor es, por lo tanto, un
protagonista de la historia, aunque no siempre ha brillado con la misma
intensidad que el militar. No existe un equivalente pedagógico de figuras como Aníbal
o de Napoleón, nie en la historia del pensamiento pedagógico hay una figura
comparable a la de Hipócrates. No obstante, Rousseau, con sus escritos, incluido
Emilio, despertó la admiración de pensadores como Kant, quien afirmó que
“la primera impresión que un lector atento recibe de los escritos de Rousseau
es que se encuentra ante una rara penetración de espíritu, un noble impulso de
genio y un alma plena de sensibilidad en tal grado que jamás ningún escritor,
en cualquier tiempo o país, puede haber poseído semejante conjunto de dones»,
escribe el filósofo de Königsberg” (como se cita en Rubio, 2006, p. 12).
Sin embargo, de vez en cuando, algunos
profesores, especialmente los universitarios, han alcanzado la inmortalidad y
la fama duradera. Un ejemplo notable es el de Gabriela Mistral, una modesta educadora
originaria de Chile, quien recibió el Premio Nobel de Literatura en 1945; fue
la primera persona que nació en el Nuevo Mundo de habla castellana en obtener
tal distinción.
Es también sorprendente saber que Ludwig
Wittgenstein, uno de los filósofos más misterioso y cautivadores del siglo XX, se
desempeñó, antes de asumir funciones
docentes en Cambridge, como profesor en
una escuela en Austria.
Cuando se trata de docentes universitarios,
vienen a la mente dos figuras de gran envergadura, tan altas que solo podemos observarlas desde nuestra modesta condición de pedestres: Hegel
y Heidegger. Ambos dedicaron toda su vida a la reflexión transmitidas en sus cátedras. Por diferentes motivos, capturan la atención de
muchos. Se les lee, se les discute, se les vitupera (a Hegel por su complejidad,
a Heidegger por su inclinación hacia el nazismo), pero igualmente se les
respeta y reverencia, reconociendo en ellos
cualidades extraordinarias. Algo similar ocurre con Jacques Lacan, psicoanalista y maestro de
muchos, cuyo pensamiento hermético y casi intraducible también ha sido objeto
de admiración.
Muchos profesores han sido grandes
hombres, pero no todos los grandes hombres han sido profesores. Isaac Newton, por ejemplo, llevó una vida
accidentada y cumplió tareas diversas,
pero nunca se le encontró detrás de un
atril dirigiéndose a sus alumnos. Lo mismo ocurre con Charles Darwin y Alexander Von Humboldt. Tras
sus expediciones por América, Darwin se recogió a su casa en el pueblito de
Down, y trató de permanecer ajeno a todas las apasionadas controversias que su
teoría generaba. Dejó esa tarea a otros, más dispuestos a trenzarse en
polémicas acaloradas, a menudo marcada por la diatriba y la ofensa. El autor de El
origen de las especies solo deseaba vivir en tranquilidad y continuar compartiendo sus hallazgos (Bashford,
2023).
Por su parte, Humboldt estuvo inmerso en expediciones
que le costaron su fortuna, sin tiempo para dedicarse a otra cosa que no fuera recorrer
el mundo y preparar su gran obra, Kosmos. Karl
Marx tampoco ejerció la docencia. Surge la pregunta: ¿Cómo lo habría hecho? ¿Con
el dogmatismo y la arrogancia que todos percibían al contactarse con él? ¿Habría
atormentado a sus estudiantes con las elucubraciones expuestas en El capital,
o, más bien, los habría incitado a la rebelión, como lo hace en El
manifiesto comunista?
En el Perú, para no ir tan lejos, podría decirse
que a José Carlos Mariátegui no le faltó la universidad, sino fue la universidad la que careció de él.
La imagen típica del profesor lo
presenta casi siempre como alguien concentrado en la lectura o en el análisis
de algún objeto, rodeado de libros y manuscritos, y ocasionalmente rodeado de
discípulos o situado al frente de ellos, transmitiéndoles su saber. No todos
los profesores son así, por supuesto. Sin embargo, es esa la forma en que
solemos verlos. Así en como aparece el profesor en el famoso cuadro de
Rembrandt, “La lección de anatomía del doctor Nicolaes
Tulp”, de 1632.
El prestigio que rodea a la imagen del
profesor no es muy elevado. Se sabe que sus remuneraciones son por lo general
modestas en comparación con las de otros profesionales. Cuando los medios de
comunicación se dirigen a él o le otorgan la oportunidad de aparecer ante el
público, casi siempre lo hacen en su
“ambiente natural”, el aula, y solo en casos excepcionales se le solicita como analista o comentarista.
Es igualmente reconocido lo decisivo de
su trabajo para la vida social. Su importancia es proclamada por todos, pero
solo “de boca para afuera”, porque a la hora de tomar grandes decisiones,
generalmente se lo ignora.
La
personalidad del profesor
Muchos
de los adjetivos mencionados anteriormente reflejan aspectos muy personales del
profesor. El temperamento es uno de ellos: hay profesores extrovertidos e
introvertidos, flemáticos y coléricos, que son así y han sido así “desde la
cuna”. Existen también profesores agresivos, así como otros tímidos. Y no
faltan los profesores “suplentes”, entrañablemente descritos en un conmovedor
cuento de Julio Ramón Ribeyro.
Sin embargo, hay aspectos que no pueden
abordarse porque pertenecen a una esfera muy privada del docente. Preguntas
como ¿Quién lo convocó? ¿En qué momento de su vida asumió el rol de docente? Y
hay otras más: ¿Se dedica solo a la docencia o realiza otras actividades
profesionales, considerando la docencia un complemento? ¿Se siente a gusto como
docente? ¿Se realiza en ella o tal vez no?
Es evidente que estas preguntas no
pueden formularse cada vez que un alumno o el decano de una facultad se
encuentran frente a un profesor. Resulta claro que, en el desempeño de su trabajo,
“en el terreno mismo de los hechos”, como suele decir, algunas de ellas quedarán
resueltas: el cumplimiento y el rendimiento del profesor responderán a esas
interrogantes.
En una ocasión, un profesor de destacada
trayectoria, admirado por sus alumnos, planteó una pregunta inquietante: ¿Cuántas
líneas del “libro” que sería la vida de los estudiantes estarían dedicadas a él
y su trabajo? ¿Ocupará alguna o simplemente el tiempo borrará su nombre de la
memoria de los estudiantes?, cuestionaba. Esta duda, surgida probablemente de
reflexiones sobre el impacto y el sentido de su labor, resulta angustiante.
Una interrogación como esa surge
cuando el profesor reflexiona acerca de su quehacer y su propósito. La
educación es una creación humana, un producto cultural; no existe educación
entre los animales.
Precisamente porque la educación es una
creación humana, es susceptible de fallos. Los más sanguinarios dictadores del
siglo XX también recibieron influencias educativas, influencias que, en muchos
casos, fueron benéficas. Pero no fueron determinantes en sus vidas posteriores:
Mussolini era abogado de profesión; Pol Pot, el
genocida camboyano, egresado de la École française d'électronique et d'informatique; Stalin recibió la educación que debía
conducirlo al sacerdocio en la iglesia ortodoxa; y Mao Tse-Tung fue profesor.
¿Qué falló en ellos? ¿Qué rol cumplieron sus profesores?
Toda profesión, por atractiva que
sea para quien la ejerce, incluye actividades rutinarias derivadas de su
naturaleza. Incluso el militar más apasionado se aburre durante la guardia
nocturna, del mismo modo que el médico que debe vacunar a cientos de pacientes.
El trabajo docente no es ajeno a esta
realidad. Todos reconocen su importancia. No existe gobernante que no haya alabado
al docente y a su abnegada labor. Sin embargo, esta labor sigue contando, en términos
generales, con un reconocimiento social moderado y está asociada a
remuneraciones mucho más modestas. La sociología del trabajo docente aborda un
campo en el que las exigencias son numerosas, pero las recompensas escasas.
A pesar de ello, el profesor sigue siendo
el principal protagonista del aula. El docente elabora el syllabus,
organiza el material, prepara y corrige los exámenes, y aplica criterios de
suficiencia, excelencia o deficiencia a la hora de calificar a sus alumnos. Así
ha sido desde siempre, y así parece que continuará siendo.
Sin embargo, como suele sucede, dentro de
esa continuidad ha habido cambios. Siendo el principal
protagonista de la labor educativa, el profesor ha ido perfeccionando su rol y
dejando de lado algunas características que en el pasado lo adornaban. El magister
dixit, que evoca figuras como Tomás de Aquino, hoy resulta impensable. Ni
siquiera los consagrados Premios Nobel pueden reclamar la última palabra en
estos temas, como lo demuestra la polémica en torno a las ideas de Milton
Friedman, Premio Nobel de Economía del 1976, especialmente en lo que respecta a
los Chicago boys.
También ha
emergido lo que podría denominarse el profesor como facilitador, quien no posee
la sabiduría de un Tomás de Aquino (¿quién podría tenerla hoy?), pero sí la paciencia y el conocimiento (y la juventud, no
hay que olvidarlo) para guiar al alumno por los vericuetos bibliográficos y por
las cimas y abismos del conocimiento.
En los que respecta al status del profesor, también han cambiado aspectos desde la Edad Media:
Los docentes se concebían como personalidades públicas, por
lo cual debían llevar una vida ejemplar, tanto en lo moral (se les exigía el
celibato y la castidad, las cuales infringiría Abelardo, preciso es recordarlo)
como en lo religioso. Sobresalieron los docentes de la orden de los mendicantes
cuyo carisma radicaba en el voto de pobreza, pues subsistían mantenidos por la
caridad. Dominicos (como Tomás de Aquino), Carmelitas, Servitas y Franciscanos,
fueron las órdenes más destacadas. Por su parte, otro de los requisitos fue ser
eclesiástico, no necesariamente sacerdote, pues era suficiente con haber
recibido la tonsura como claro gesto de renuncia al mundo. Los docentes debían
usar hábito y cambiarse de nombre, este fue quizá un elemento de un ritual de muerte
y de renacimiento que borraba los pecados anteriores. Quienes optaban por la
docencia renunciaban también a contraer matrimonio, llevando una vida acorde
con su situación jurídica (Romero & Pupiales, 2013, p. 235).
Todavía en el siglo XIX “un
profesor de universidad en su nivel más elevado, el catedrático, disponía de
una consideración de funcionario de alto nivel. Se trataba de un reconocimiento
a su función docente, pero también una garantía de la libertad de catedra
reconocida en muchos países” (Puigdomènech, 2021, p. 48). Hoy ya no es así. El
profesor universitario, con las excepciones del caso, es un ciudadano más. Su
prestigio es mucho menor que en el pasado, así como sus ingresos económicos no
pueden competir con los de altos ejecutivos en la empresa privada.
A despecho de todo esto, de todos
estos desafíos, hay algo que no se ha modificado y que constituye el núcleo de
la fortaleza o debilidad del profesor: su personalidad. Hacer referencia a la
personalidad del profesor puede parecer una perogrullada: al fin y al cabo,
todo ser humano tiene personalidad. Pero lo aquí se pretende señalar es un
conjunto de características que le son propias y que cobran una significación particular
cuando el profesor está en el ejercicio de la docencia.
Se considera importante destacar
cuatro aspectos de la personalidad docente: 1) el nivel de actualización del
profesor, estrechamente asociado al interés o desinterés por su carrera y por
su labor docente; 2) el compromiso en el cumplimiento de los aspectos formales
de su trabajo docente (puntualidad, desarrollo adecuado de la programación,
entrega de exámenes, esclarecimiento de los resultados obtenidos por los
alumnos); 3) la interacción con los alumnos; y, 4) su capacidad autocrítica.
Actualización
del profesor
Volviendo
una vez más a Tomás de Aquino, surge una pregunta: ¿actualizaba sus
conocimientos? ¿se preocupaba por estar al día de los “últimos avances” en su campo
de estudio?
No es necesario señalarlo, pero resulta
oportuno recordarlo: en la época en que Tomás de Aquino vivió, no existían periódicos
ni revistas científicas; tampoco había internet ni telégrafo. En la visión
estereotipada que tenemos de la Edad Media, esta se presenta como una “noche
oscura” (aunque, en parte, esto es cierto), si bien la oscuridad no era tan
impenetrable como se imagina hoy en día.
Es necesario decir que la
universidad medieval era muy diferente a la actual. No poseía patrimonio alguno
ni contaba con un inventario considerable, debido a su limitado capital. Las
clases se realizaban en espacios que hoy serían considerados indignos para la
labor docente: buhardillas alquiladas que no siempre estaban acondicionadas
para tal fin. Y cuando las condiciones lo permitían, las clases se llevaban a
cabo al aire libre (Hoyer, 2015).
Al igual que todos en ese tiempo,
Tomás de Aquino dependía de un proceso autodidáctico, con el apoyo de sus
maestros, especialmente Alberto Magno, quien lo introdujo en el conocimiento de
la filosofía aristotélica. Hombre de estudio incansable y de intelecto ordenado,
la actualización del doctor Angélico era producto de su meditación, dado que
existían pocos recursos a los que recurrir en esa época. En la Edad Media, el
conocimiento avanzaba lentamente, especialmente en el ámbito científico y
filosófico, ya que la reflexión filosófica debía estar al servicio de la
teología: philosophia ancilla theologiae.
Hoy en día, es común hablar de la multiplicación
y la gestión del conocimiento. La ciencia contemporánea ha demostrado que lo
que hasta hace algunos años se consideraba esencial en ciertas disciplinas, hoy
es visto como obsoleto.
Camargo (2018, p. 56) escribe lo
siguiente:
El
reconocido pensador estadounidense Richard Buckminster
Fuller (1895-1983) postuló la llamada knowledge
doubling curve (‘curva de duplicación del
conocimiento’), en la que graficó cómo el conocimiento de la humanidad se
duplica a un ritmo apresurado. Teniendo en cuenta distintos factores,
estableció que en 1900 la humanidad duplicaba todo su saber cada 100 años; en
1945, cada 25 años, y en 1975, cada 12 años. Hace unas semanas, viendo con mi
hijo un programa de la National Geographic, se
comentaba que actualmente esa tasa apenas supera el año y que para el 2020 será
de 72 horas.
Es impensable realizar una labor docente
sin un proceso constante de actualización. Los docentes disponen de una vasta
cantidad de recursos, como libros, revistas especializadas, bases de datos y una
multiplicidad de congresos y simposios, a los cuales antes solo se podía
asistir de forma presencial, pero hoy se puede participar virtualmente. Existe
una gran cantidad de recursos; solo falta un factor: tiempo.
El proceso de actualización puede ser impulsado
por la universidad misma o realizado de manera autónoma por cada persona. Hoy la
actualización se ha convertido en una necesidad ineludible. Muchos de los
problemas que hoy desafían a la humanidad no existían hace cien años. Sobre
muchos de ellos se conoce muy poco, y sus consecuencias a mediano y largo plazo
solo pueden ser objeto de especulación. ¿Quién hablaba hace un siglo del
calentamiento global? ¿Quién se atreve hoy a pronosticar hacia donde nos llevará
este fenómeno y qué impacto tendrá sobre la especie humana? ¿Qué tan importante era la ingeniería genética
en1900? ¿Hasta dónde llegaremos si sigue desarrollándose? Muchos se preguntan
si sería prudente poner límites a nuestra ambición por conocer (Shattuck, 1998). Vivimos
en una época en la que estamos obligados a aprender constantemente, a explorar terrenos
desconocidos, con todo lo estimulante pero también peligroso que ello implica.
La actualización tiene un efecto positivo
sobre la personalidad del profesor, pues le proporciona la seguridad de contar
con nuevas herramientas didácticas y nuevos conocimientos, permitiéndole estar
al día. La dedicación a un desarrollo profesional continuo refuerza su
confianza en el ámbito académico y se refleja en su imagen social (Prados,
2010).
Sin embargo, la actualización del profesor
también tiene un impacto en el alumno. Este no debe aburrirse escuchando lo que
ya ha leído en el manual del curso. Al contrario, debe ingresar a un horizonte
intelectual nuevo, lleno de preguntas y desafíos que tendrá que enfrontar en un
futuro cercano.
Mendoza y Roux (2016, p. 45) definen de la
siguiente manera el desarrollo profesional docente:
El desarrollo profesional docente puede
dividirse, de manera general, en dos etapas: la formación y el desarrollo
profesional continuo. La etapa de formación se relaciona con la capacitación y
la instrucción de los futuros docentes; se trata de alumnos que aún no tienen
experiencia frente a grupo. La etapa de desarrollo profesional continuo, por el
contrario, se refiere a los mecanismos y estrategias encaminados a consolidar
las habilidades docentes adquiridas en la primera etapa, pero también ؚ— lo cual es más
importante — a darle
continuidad al desarrollo de las competencias docentes de profesores en
servicio.
El desarrollo
profesional docente es una tarea que acompaña a los educadores a lo largo de
toda su vida laboral. Es de suponer que, con el avance de las nuevas
tecnologías aplicadas a la docencia, los docentes deberían redoblar sus
esfuerzos de capacitación.
Compromiso
con la labor docente
La
palabra compromiso tiene diversos significados, tantos que podría ser
necesario emplear otro para designar la relación que el profesor debe
establecer con su actividad. Tal vez el término ilusión sería apropiado,
como lo sugiere Julián Marías, el gran filósofo español: “Si el maestro, por su
parte, no siente ilusión por su menester, y concretamente por sus discípulos,
en grado muy alto por algunos, su función es una forma deficiente, una
degeneración de una vocación” (Marías, 1990, p.23).
No obstante, no basta con mantenerse actualizado
y renovar el conocimiento. Es igualmente necesario que el profesor conserve y
siga practicando costumbres establecidas costumbres que se relacionan con aspectos
formales del trabajo docente, comenzando por la puntualidad.
La puntualidad del docente
constituye un factor muy importante en la valoración de su profesionalismo. El
manejo de los tiempos está vinculado a la satisfacción laboral y a un proceso
autorregulatorio de la conducta (Lay & Schouwenburg, 1993).
El tiempo es un recurso democrático,
ya que todos tienen libre acceso a él. En la vida de cualquier persona, 24
horas son eso: 24 horas. Ni un minuto más ni un minuto menos. Cada uno
decidirá, según su perspectiva, cómo emplearlas, ya que, siendo un recurso
disponible para todos, el tiempo es rígido (no puede alargarse), no existe forma
de almacenarlo ni de recuperarlo (¡aunque Marcel Proust haya titulado a su obra
más conocida A la recuperación del tiempo perdido!), ni puede ser
remplazado (Drucker, 1967). Aunque carezca de precio, es una “materia prima” de
elevado valor.
Una de las más frecuentes críticas
de los alumnos hacia los profesores es la impuntualidad. Aunque los propios estudiantes
(como suele suceder) no practiquen la virtud de la puntualidad, esperan que sus
profesores sí lo hagan. Es importante reconocer que, en comparación con la
puntualidad anglosajona, el respeto por los tiempos de clase entre los
latinoamericanos suele ser muy laxo (Lahrichi, 2016), y que la impuntualidad en
esta parte del mundo no genera consecuencias negativas, lo cual podría estar en
la raíz del problema.
Por otro lado, la puntualidad
horaria, aunque muy valiosa, no es la única cualidad requerida. También son necesarias
y demandadas otras formas de puntualidad, tales como la entrega de syllabus,
los resultados de los exámenes y la asignación de tareas. Igualmente, la
puntualidad en la entrega de los dictámenes de las tesis (los temidos informes
de tesis). Con frecuencia, los profesores no otorgan importancia a estas “puntualidades”,
olvidando sus propios años como estudiantes y sin percatarse de cómo los
estudiantes viven el mundo académico, ya sea con entusiasmo o con angustia
frente a las tareas a cumplir, con esperanza o desilusión respecto a su
rendimiento en los exámenes, o presionados por la inminente graduación. Por respeto
a los sentimientos de los alumnos, los profesores deberían ser puntuales a la
hora de comunicar los resultados de una prueba, como solo un ejemplo.
Es cierto que la rutina de los años puede minar
el entusiasmo del profesor por su trabajo; es cierto también que los casos de burnout
entre docentes son numerosos (Agyaopong et al., 2022; Skaalvik &
Skaalvik, 2020), pero igualmente se espera que el docente cumpla con sus
compromisos.
Cuando se cumple con estos compromisos, se
activa todo un sistema de recompensas, algunas tangibles (como la tenure
en los Estados Unidos, y el nombramiento en cargos permanentes, o la promoción
de una categoría docente superior) y otras intangibles (como la designación
como “profesor del año”, la solicitud para asumir el padrinazgo de un grupo de egresados,
o la obtención de diplomas por excelencia docente).
Con excepción de las recompensas tangibles,
nunca se ha evaluado la efectividad ni las consecuencias de las recompensas intangibles.
No solo de pan vive el hombre, y se supone que la mayoría de estas recompensas
representan un apoyo significativo para quien las recibe, quien renovaría y fortalecería
aún más su compromiso con la labor docente.
El aula es espacio de exposición pública.
Los estudiantes dirigen su mirada hacia el profesor, quien debe procurar ofrecer
la mejor imagen posible. Aunque en la actualidad el traje y el terno han
perdido algo del prestigio que ostentaban en tiempos anteriores, aún siguen
siendo relevantes. Algunas universidades y colegios imponen la norma de
vestimenta formal para los docentes. Esta idea puede parecer algo anticuada,
pero lo cierto es que el cuidado que el profesor pone en su presencia juega un
rol en la valoración que los estudiantes hacen de él. Los docentes bien vestidos suelen ser considerados
más organizados, informados y mejor preparados, mientras que aquellos que visten
ropa informal son percibidos como más amigables, flexibles, comprensivos,
justos y entusiastas, según el juicio de los estudiantes (ver Rollman, 1980; Kashem, 2019).
Aunque pueda parecer sorprendente que factores como el atuendo personal
influyan en la imagen social del profesor, esto se comprende mejor si se considera
que la labor docente es uno de los muchos escenarios de la interacción social. Existen
otros escenarios igualmente relevantes: el deportivo, el doméstico, el
comercial, y el político, entre otros. Cada uno de estos escenarios tiene sus propias
reglas y valor asignado.
El valor que se asigna al escenario docente, donde el profesor y el
alumno se interactúan, es muy elevado. Los padres de familia, así como la
sociedad en general, confían en el profesor, no solo por sus conocimientos, sino
también por su comportamiento y los valores que transmiten tanto en su labor docente
como en su relación con los educandos, particularmente en la enseñanza primaria
y secundaria. A nivel universitario, son muchos los que reconocen que la
influencia de maestro fue determinante en la elección de una carrera, en la
elaboración de un trabajo de tesis, en la dedicación a la investigación y en el
esfuerzo constante por la capacitación.
El trato con los alumnos
El trato con los alumnos es un
tema muy importante, especialmente considerando que el número de alumnos se ha
multiplicado. Hay profesores que, en universidades, deben gestionar entre una y
otra aula y entre una asignatura y otra, cientos de alumnos, cada uno con su
mundo propio, intereses particulares y formas de acercarse a la disciplina que
estudian. No es fácil recordar tantas caras ni abordar de nuevo los problemas y
expectativas de un alumno después de haber conversado con cincuenta de ellos.
No obstante, en todos los casos, resulta
recomendable, e incluso indispensable, que el profesor muestre hacia los
alumnos lo que Carl Rogers (1986) denominó la “consideración positiva
incondicional”, esto es, una actitud de respeto y reconocimiento de la
individualidad de cada estudiante. Esta actitud favorece que la relación y la
interacción entre ambos se conviertan en elementos coadyuvantes del proceso de
aprendizaje.
En toda aula existen alumnos excelentes, buenos, regulares y malos. Los
profesores, por lo general, suelen concentrarse en los estudiantes excelentes y
buenos, prestan algo de atención a los regulares y olvidan de los considerados malos.
Los alumnos “malos” pueden ser realmente desinteresados, vagos, con escaso
interés académico, que asisten a la universidad simplemente porque no
encuentran otro lugar.
Sin embargo, hay “malos” que pueden ser rescatables. Entre ellos se incluyen
alumnos tímidos, desorientados, poco asertivos, o aquellos afectados por problemas
externos al aula (como, por ejemplo, los que viven en hogares con matrimonios en
crisis). Este grupo de alumnos puede ser rescatado, y el docente debe dedicarles
algo de su atención, pues en muchos casos, la atención que se les brinda se
convierte en el estímulo necesario para que se concentren en su desarrollo
académico o enfrenten mejor las dificultades por las que atraviesan.
Un tema especialmente delicado en la
relación con los alumnos es el relacionado con las evaluaciones, que siempre
forman parte del proceso de aprendizaje. La imparcialidad del docente es clave
en este ámbito. Hoy en día se han desarrollado diversos sistemas de evaluación,
y en cada institución educativa existen normas al respecto, que se expresan,
por ejemplo, en el “peso” que se concede a los exámenes, ensayos, pruebas,
exposiciones, entre otros, con la finalidad de hacer justicia a su significado y,
al mismo tiempo, proporcionar al docente parámetros lo más objetivos posibles
para evaluar a cada alumno.
No obstante, no existe una regla o fórmula
infalible para evitar los reclamos estudiantiles sobre las calificaciones. Es evidente
que los alumnos están pendientes de ellas, y, en momentos clave, están dispuestos
a “pelear” por el medio punto, como si se tratara de la batalla de Waterloo. Las
calificaciones tienen un valor significativo, además de ser usadas por muchos
estudiantes para obtener becas, semibecas o ayudas de universidades u otras
instituciones, o para asegurar una posición en el quinto superior, con las respectivas certificaciones que respaldarán
sus postulaciones a empleos o programas de posgrado.
Por lo tanto, resulta evidente que la
calificación es un tema que debe recibir una atención especial por parte del
docente, no solo debido al mandato de objetividad que debe regir en su labor,
sino también por las consideraciones expresadas anteriormente.
La
capacidad autocrítica y la excelencia del docente
En
la actualidad se habla de la excelencia, pero rara vez se la define con
precisión. El término es lo suficientemente amplios como para abarcar diversas cualidades,
algunas de las cuales pueden ser incluso contrapuestas.
La excelencia se ha convertido en un
imperativo de nuestros tiempos, tiempos caracterizados por altas exigencias. A
menudo, se la asocia con la competitividad y con lo que se entiende por emprendimiento.
Además, implica una considerable dosis de creatividad, otra de las cualidades
más demandadas en la actualidad.
Se habla tanto de excelencia y se insiste
en ella que podría creerse que no ha habido excelencia en el pasado. La excelencia
siempre ha existido. Ha estado presente en el arte, incluso en épocas
complicadas, como lo demuestra la obra de Miguel Ángel. Ha existido también en
la literatura, con autores como Shakespeare, Cervantes y, más reciente,
Dostoievski, quien, a pesar de sus tormentos y su epilepsia, dejó un legado
literario invaluable.
En el ámbito científico también ha
existido excelencia. ¿Acaso no es Newton un ejemplo de ella? Él, que fue un
hombre problemático, desarrolló sus teorías en un “laboratorio” que hoy
provocaría la mirada despectiva de los científicos. El hecho de que anualmente se publiquen
biografías y estudios sobre él, alguien que murió hace varios cientos de años,
es un indicador de la fascinación que sigue despertando su obra. Lo mismo
ocurre con Darwin, Freud y Einstein.
Lo interesante es que ninguno de ellos
pensó, como ocurre hoy, en la excelencia como un objetivo en sí mismo. Cultivaron
lo que Howard Gardner (1995) denomina “el pacto fáustico”: la pasión por lo que
hacían y la exploración de territorios desconocidos.
Aún más interesante y aleccionador es que
sus esfuerzos y dedicación no siempre fueron reconocidos, e incluso enfrentaron
críticas severas y hasta maliciosas. Carl Sagan, uno de los más ilustres
divulgadores científicos, fue objeto de ataques “debido a su discutible hábito
de hacer accesible y popular la ciencia” (De Semir, s. f., p. 83).
En el mundo de la docencia, se puede
afirmar que la excelencia es aquella cualidad del docente que le permite alcanzar
resultados óptimos en su labor pedagógica. Esos resultados se manifiestan en la
actualización del contenido, la calidad de la didáctica, la calidad en el trato
con los estudiantes y la imparcialidad en las evaluaciones.
La actualización del contenido debe reflejar
los cambios que se producen en el conocimiento: saberes que se incorporan y
saberes que se descartan. En todas las ciencias se produce este fenómeno,
aunque en algunas con mayor frecuencia que en otras. Algunos cambios son apenas
son registrados por la opinión pública, dado que la velocidad con que se genera
el conocimiento es tal que resulta difícil seguirle el ritmo. En muchos casos,
solo con el paso del tiempo se toma conciencia de los descubrimientos y de sus
consecuencias sociales. La presentación del estado del saber exige que el
docente no solo se actualice, sino que también reflexione sobre qué debe ser presentado
y destacado en sus clases, y qué puede omitir o mencionar brevemente.
La postmodernidad exige este tipo de
revisión constante: cuestionar lo establecido y proporcionar alternativas. Esta
realidad resulta dramática, casi aterradora, pues no hay nada más cómodo que
vivir en un mundo predecible en el que las cosas “son como son”. Ese mundo pertenece
al pasado. Los seres humanos deben estar preparados para un mundo cambiante, donde
los giros imprevistos acaben con lo seguro y lo familiar, y abra las puertas hacia
un camino cuyo curso es incierto.
Este contexto ha determinado que casi todos
los aspectos del trabajo educativo estén en constante reformulación: no solo el
contenido, sino también la programación, la jerarquía de temas y la manera en
que se presentan.
La calidad de la didáctica es uno de los aspectos
enfatizados en los programas de capacitación docente. El manejo de las nuevas
tecnologías se ha vuelto imprescindible, y se espera que los docentes las utilicen
para crear presentaciones y clases de “alto impacto”. Este concepto merece una aclaración,
ya que el impacto de una clase se refiere a la atención que genera en los
estudiantes, al interés que despierta por preguntar o investigar más sobre el
tema, y a la originalidad o novedad con que el profesor presenta el contenido
de su exposición.
Las presentaciones de alto impacto requieren
un esfuerzo particular por parte del docente, quien debe poseer la capacidad
empática para “adivinar” y “sintonizar” con el público. Este esfuerzo debe ir acompañado
de un compromiso integral con la labor educativa. En muchos aspectos, el
proceso de impartir clases de alto impacto guarda similitudes con la actuación
teatral.
Es indiscutible que existen similitudes entre
el teatro y la docencia: esfuerzo y revisión son fundamentales tanto en el ámbito
del histrionismo como en el desempeño docente. Aunque algunos profesores de
amplia trayectoria confían en su experiencia y recursos adquiridos a lo largo
de los años, este enfoque es más la excepción que la norma.
Por otro lado, tanto el actor como el
docente son objeto de atención constante, sujetos a evaluaciones críticas desde
diversas perspectivas: ¿Es la persona indicada aquella que desempeña un rol en
la obra de teatro o que enseña tal o cual curso? ¿Tiene dominio del personaje
que asume o del tema que enseña? ¿Tiene recursos suficientes como para
improvisar allí donde un indeseable y momentáneo olvido amenaza con opacar su
trabajo? ¿Inspira o aburre? ¿Nos lleva a cuestionar, nos deja pensando, o, después
de su presentación, “todo sigue igual”?
Estas son algunas de las altas expectativas
a las que tanto actores como docentes deben enfrentarse. A lo largo de su
carrera, deben buscar superar estas barreras tanto en el desempeño del rol o la
asignatura como en la dimensión ética que subyace a su trabajo. ¿Está el actor,
está el docente entregando lo mejor de sí mismo, dando todo aquello de lo que
es capaz?
La revisión crítica de las propias
acciones, la evaluación objetiva de cómo se lleva a cabo el trabajo y la
reflexión sobre las fortalezas y debilidades personales son actividades que no
solo deben realizar los docentes, sino todos los profesionales. Solo mediante
este proceso es posible asegurar que la calidad de su trabajo sea lo mejor
posible.
Palabras
finales
Nadie
puede predecir con certeza hacia dónde se dirige el mundo. Hace unos cincuenta o
cien años, las personas podían prever, de alguna forma, lo que depara el
futuro. Hoy en día, eso ya no es posible. El desarrollo tecnológico avanza a
una velocidad vertiginosa, lo que dificulta mantenerse al día con él. A ello se
suman lo que Rubini (2023) denomina “megaamenazas”,
que afectan al mundo moderno: el calentamiento global, la ubicuidad del
terrorismo, las oleadas de populismo y autoritarismo, la globalización, y el
crecimiento apabullante de la inteligencia artificial.
Estos son campos recién explorados, cuyas
implicaciones son inciertas y no sabemos cómo actuar respecto a ellos en el
largo plazo. Si bien el futuro ha sido incierto, hoy más que nunca lo
imprevisto jugará un rol decisivo (Taleb, 2013). Sin embargo, hay una certeza
fundamental: mucho de lo que hoy consideramos habitual experimentará cambios
sustanciales en el corto y mediano plazo.
Por tanto, la educación nunca ha sido tan
esencial para ofrecer a los estudiantes las herramientas cognitivas necesarias para
enfrentar el futuro, el cual, aunque muchos no lleguemos a ver, será el mundo
que los niños y adolescentes de hoy vivirán.
Conflicto
de intereses
El autor declara que
no existe conflicto de intereses para la publicación del presente artículo
científico.
Responsabilidad ética o legal
El
autor confirma que las fuentes utilizadas en esta investigación fueron
debidamente verificadas. Se cita, de manera textual o parafraseada, ideas
provenientes de otras investigaciones, reconociendo la autoría correspondiente.
Declaración sobre el uso de LLM (Large Language Model)
Este
artículo no ha utilizado para su redacción textos provenientes de LLM (ChatGPT u otros).
Financiamiento
El presente trabajo fue autofinanciado por el autor
sin recursos externos.
Correspondencias:
rld310850@yahoo.com.mx
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Trayectoria académica
Ramon Alberto León
Donayre
Doctor Philosophiae (Universidad de Würzburg, Würzburg, Alemania Federal, con el calificativo de magna cum laude), Becario Doctoral y Postdoctoral de las Fundaciones Konrad Adenauer y Alexander Von Humboldt (Alemania Federal, respectivamente), Premio Nacional de Psicología 2005.