Algunas reflexiones sobre el profesor como piedra de toque

Some reflections on the teacher as a cornerstone

 

 

Ramon Alberto León Donayre

Autor corresponsal: rld310850@yahoo.com.mx

https://orcid.org//0000-0002-3692-6986

Universidad Ricardo Palma, Lima, Perú.


Doi: https://doi.org/10.35756/educaumch202425.320


Recibido: 17 de mayo 2024

Evaluado: 3 de junio 2024

Aceptado: 28 de septiembre 2024

 

Como citar

León, R. A. (2024). Algunas reflexiones sobre el profesor como piedra de toqueRevista EDUCA UMCH, 7-25. https://doi.org/10.35756/educaumch202425.320

 

Resumen

El presente artículo expone un conjunto de reflexiones acerca del rol docente en la sociedad contemporánea, marcada por transformaciones aceleradas. Aunque se reconoce al profesor como un actor clave en el proceso de socialización, su imagen social no es detectada, al igual que sus remuneraciones. Esto ocurre a pesar de los desafíos que enfrenta, derivados de la masificación del estudiantado, la aparición de nuevas tecnologías y los avances científicos, los cuales exigen actualización constante y una postura crítica respecto a su propia labor. Al mismo tiempo, “viejas” cualidades como la puntualidad, el trato respetuoso con los alumnos y la ética profesional siguen siendo fundamentales. La innovación didáctica, la incorporación de los nuevos conocimientos y el compromiso con la labor constituyen los pilares esenciales para alcanzar la excelencia en el ámbito educativo.

Palabras clave: Profesor- piedra de toque

Abstract

The present article presents a series of reflections on the role of teachers in contemporary society, marked by rapid transformations. Although teachers are recognized as key figures in the socialization process, their social image often goes unrecognized, as do their salaries. This happens despite the challenges they face, stemming from the massification of student bodies, the emergence of new technologies, and scientific advancements, which require constant updating and a critical stance towards their own work. At the same time, “old” qualities such as punctuality, respectful treatment of students, and professional ethics remain essential. Didactic innovation, the incorporation of new knowledge, and commitment to the profession are fundamental pillars for achieving excellence in the educational field.

Key words: Teacher - cornerstone

Introducción

El tiempo transcurre y las circunstancias cambian. Lo que en su momento parecía eterno e inmutable se revela como efímero e incluso olvidable.  El teléfono fijo, descrito como una “tecnología relegada de los análisis sociales” (Ruelas, 2010, p. 144), ha cedido su lugar al celular. Las oficinas de correo se han vuelto una rareza en un mundo en el cual los mensajes de texto, los wasaps y los correos electrónicos han otorgado a la comunicación una velocidad rasante. La dirección postal ha dejado de ser relevante; la comunicación electrónica la ha desplazado. Los filatelistas están de duelo: muchos países ya no lanzan estampillas, antes seguidas y perseguidas por coleccionistas insaciables. Asimismo, los aficionados a la fotografía están de plácemes, porque con los celulares ya no necesitan cámaras Kodak ni otros artefactos similares.

Si todo esto no fuera suficiente, el sentido de la distancia ha experimentado un cambio drástico: el mundo se ha vuelto plano, como afirma Friedman (2006). Si antes se requerían semanas para viajar en barco desde América del Sur a Europa, hoy basta con un vuelo de diez horas para cruzar el “Gran Charco”.

Vivimos en un mundo en constante cambio. No obstante, la diferencia actual radica en la rapidez vertiginosa de estos cambios, que nos dejan atónitos. Muchos de ellos son positivos, como los avances en la medicina. Sin embargo, también existen cambios negativos: los denominados “cisnes negros”, según Taleb (2013), que son eventos inesperados como la pandemia del COVID-19, que impactó a la humanidad de forma abrupta.

No obstante, parece que hay actividades humanas en las que los cambios han sido menos significativos. La psicoterapia es uno de estos casos: al igual que en el pasado, el cliente/consultante/paciente busca alivio, solución o consuelo conversando con el psicoterapeuta. El drama humano que se vive en cada sesión de psicoterapia sigue siendo el mismo: angustias, frustraciones, resentimientos y dudas existenciales se exponen, se discuten y se abordan. A primera vista, no parece haber cambios.

Sin embargo, en realidad sí los ha habido. Lo que antes ocurría de manera presencial, “persona a persona”, hoy sigue sucediendo de la misma forma en muchos casos, aunque ahora el uso de plataformas como zoom  ha mediado la interacción entre el psicoterapeuta y su cliente. Ambos, sin salir de sus respectivos ambientes familiares, pueden comunicarse y mantener el contacto. Aún no se ha investigado si existen consecuencias significativas en la transición de las consultas cara a cara a las consultas virtuales en una actividad tan delicada, llena de sutilezas y misterios como la psicoterapia.

Lo que se requiere subrayar es que la continuidad nunca es estática, o que en muchas ocasiones es solo aparente. Este fenómeno puede observarse en el ámbito de la docencia. Es cierto que los protagonistas siguen siendo el profesor y el alumno. Con ellos, el acto educativo se considera completo. Un tercero no resulta necesario. Además. el escenario sigue siendo el mismo: el salón de clase, antes (y todavía) un espacio físico y que hoy también tiene su versión “virtual”, sigue siendo el lugar en el que se evidencian las virtudes y limitaciones del acto pedagógico.

Como señala Steiner et al. (2023):

El formato de las lecciones, la jerarquía de los exámenes, los cursus que iban de estudios elementales a avanzados, la biblioteca (aunque todavía en su guisa rudimentaria o monástica), las rivalidades entre maestros -véase a san Abelardo y san Bernardo- permanecen, de forma escasamente alterada, hasta el día de hoy. En Bolonia y en Gerona uno todavía puede enseñar en los mismos atriles que eran comunes a los pedagogos medievales y a los “doctores de la Iglesia”. Nuestras propias etiquetas, licenciado, maestro en artes, doctor en filosofía, rector, decano, están heredadas directamente de las funciones y designaciones del París o el Salerno del siglo XVIII (p. 47).

Los protagonistas siguen allí: profesor y alumno, cada uno en el papel que ha ocupado casi desde los inicios de la historia. Todo parece igual, casi como siempre. Sin embargo, mucho ha cambiado.

 El profesor de actual tiene a su cargo numerosos estudiantes y desempeña su labor (presencial o virtualmente) en aulas masificadas. Además, ha tenido que adaptarse a nuevas tecnologías e incorporar a su vocabulario términos que hace 20 o 30 años habrían sido impensables: “competencias”, “rúbrica”, “tecnologías de la información y la comunicación” (las famosas TIC), “evaluación continua”, “curso híbrido”, entre otros.

El profesor ha dejado de ser solo una persona encargada de impartir conocimientos para convertirse, también, en un aprendiz constante que adquiere nuevos conocimientos, no solo en su campo, sino también en su labor didáctica. Nunca ha tenido tantos recursos tecnológicos a su disposición.

El alumno, por su parte, ya no se conforma solo con lo que el profesor le enseña. Por propia iniciativa o a sugerencia del docente, se ha transformado en un buscador y complemento de nueva información, lo que lo lleva a explorar áreas que, aunque no son estrictamente necesarias para su formación, despiertan su interés durante el proceso de búsqueda.

La relación vertical profesor-alumno, que caracterizaba la labor docente en el pasado, ha sido modificada. Hoy predomina una relación más horizontal, una colaboración no solo en el aula, sino también en las investigaciones que el docente lleva a cabo o en la exploración de novedades tecnológicas, un campo en el que el estudiante puede estar a la vanguardia, pues creció con estas tecnologías, mientras que el docente las conoció cuando ya era un adulto.

El propósito de este trabajo es centrarse en el profesor, quien ha experimentado los cambios más significativos.

Una imagen del profesor

Al igual que el militar, el médico y el sacerdote, el profesor ha estado presente a lo largo de toda la historia, aunque bajo diferentes denominaciones: maestro lo llaman unos, mentor otros, educador muchos; pedagogo, consejero, tutor, ayo, domine. ¡Hasta profeta ha sido llamado! En el incanato, se le conoció como Amauta.

Lo relevante no es el término utilizado. Su presencia se puede constatar casi desde los albores de la humanidad. Todo gran hombre reconoce que detrás de sus logros ha habido un profesor o un maestro. No solo los grandes hombres, sino también aquellos que no alcanzaron la notoriedad: Nerón tuvo como preceptor a Séneca, el gran estoico. ¿Quién educó a Calígula? ¿Y quiénes fueron los profesores de Hitler y Stalin?

El profesor es, por lo tanto, un protagonista de la historia, aunque no siempre ha brillado con la misma intensidad que el militar. No existe un equivalente pedagógico de figuras como Aníbal o de Napoleón, nie en la historia del pensamiento pedagógico hay una figura comparable a la de Hipócrates. No obstante, Rousseau, con sus escritos, incluido Emilio, despertó la admiración de pensadores como Kant, quien afirmó que “la primera impresión que un lector atento recibe de los escritos de Rousseau es que se encuentra ante una rara penetración de espíritu, un noble impulso de genio y un alma plena de sensibilidad en tal grado que jamás ningún escritor, en cualquier tiempo o país, puede haber poseído semejante conjunto de dones», escribe el filósofo de Königsberg” (como se cita en Rubio, 2006, p. 12).

Sin embargo, de vez en cuando, algunos profesores, especialmente los universitarios, han alcanzado la inmortalidad y la fama duradera. Un ejemplo notable es el de Gabriela Mistral, una modesta educadora originaria de Chile, quien recibió el Premio Nobel de Literatura en 1945; fue la primera persona que nació en el Nuevo Mundo de habla castellana en obtener tal distinción.

Es también sorprendente saber que Ludwig Wittgenstein, uno de los filósofos más misterioso y cautivadores del siglo XX, se desempeñó, antes de asumir  funciones docentes en Cambridge, como  profesor en una  escuela en Austria.

  Cuando se trata de docentes universitarios, vienen a la mente dos figuras de gran envergadura,  tan altas que solo podemos observarlas  desde nuestra modesta condición de pedestres: Hegel y Heidegger. Ambos dedicaron toda su vida a la reflexión transmitidas  en sus cátedras. Por  diferentes motivos, capturan la atención de muchos. Se les lee, se les discute, se les vitupera (a Hegel por su complejidad, a Heidegger por su inclinación hacia el nazismo), pero igualmente se les respeta y reverencia, reconociendo en ellos  cualidades extraordinarias. Algo similar ocurre con  Jacques Lacan, psicoanalista y maestro de muchos, cuyo pensamiento hermético y casi intraducible también ha sido objeto de admiración.

Muchos profesores han sido grandes hombres, pero no todos los grandes hombres han sido profesores.  Isaac Newton, por ejemplo, llevó  una vida  accidentada y cumplió tareas  diversas, pero nunca se le encontró  detrás de un atril dirigiéndose a sus alumnos. Lo mismo ocurre con  Charles Darwin y Alexander Von Humboldt. Tras sus expediciones por América, Darwin se recogió a su casa en el pueblito de Down, y trató de permanecer ajeno a todas las apasionadas controversias que su teoría generaba. Dejó esa tarea a otros, más dispuestos a trenzarse en polémicas acaloradas, a menudo marcada por  la diatriba y la ofensa. El autor de El origen de las especies solo deseaba vivir en tranquilidad  y continuar compartiendo  sus hallazgos (Bashford, 2023).

Por su parte, Humboldt estuvo inmerso en expediciones que le costaron su fortuna, sin tiempo para dedicarse a otra cosa que no fuera recorrer  el mundo y  preparar su gran obra, Kosmos. Karl Marx tampoco ejerció la docencia. Surge la pregunta: ¿Cómo lo habría hecho? ¿Con el dogmatismo y la arrogancia que todos percibían al contactarse con él? ¿Habría atormentado a sus estudiantes con las elucubraciones expuestas en El capital, o, más bien, los habría incitado a la rebelión, como lo hace en El manifiesto comunista?

En el Perú, para no ir tan lejos, podría decirse que a José Carlos Mariátegui no le faltó la universidad, sino fue  la universidad la que careció de él.

            La imagen típica del profesor lo presenta casi siempre como alguien concentrado en la lectura o en el análisis de algún objeto, rodeado de libros y manuscritos, y ocasionalmente rodeado de discípulos o situado al frente de ellos, transmitiéndoles su saber. No todos los profesores son así, por supuesto. Sin embargo, es esa la forma en que solemos verlos. Así en como aparece el profesor en el famoso cuadro de Rembrandt, “La lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp”, de 1632.

El prestigio que rodea a la imagen del profesor no es muy elevado. Se sabe que sus remuneraciones son por lo general modestas en comparación con las de otros  profesionales. Cuando los medios de comunicación se dirigen a él o le otorgan la oportunidad de aparecer ante el público,  casi siempre lo hacen en su “ambiente natural”, el aula, y solo en casos excepcionales   se le solicita como analista o comentarista. Es igualmente reconocido  lo decisivo de su trabajo para la vida social. Su importancia es proclamada por todos, pero solo “de boca para afuera”, porque a la hora de tomar grandes decisiones, generalmente se lo ignora.

Existen profesores de todo tipo (y también para todos los disgustos): hombres, mujeres, gais, lesbianas, bisexuales,   jóvenes y viejos, actualizados y desinformados, aburridos o entusiasmantes, amargados o rebosantes de energía y proyectos.

También los hay también autoritarios o indiferentes. No faltan, por supuesto, los modestos, como el gran poeta Antonio Machado, quien fue profesor en diversos institutos de Baeza, Segovia, Soria y Madrid. “Era serio y tierno”, según recordó Rafael Laínez, uno de sus alumnos, en un artículo escrito en 1919 Laínez lo describe: “rostro pulcramente rasurado, gesto melancólico, mirada tristona, caminaba apoyado en su recio bastón. Lo califica como hombre modesto. Nos relata que había ternura en sus clases y que no se armaba el jaleo que había en otras” (Gorgues, 2018, p.17).

Pero también los hay arrogantes (como  el Profesor Unrath, de Heinrich Mann). Y, para que no falte nada, incluso existen los homicidas: Louis Althusser, “quizás el último gran filósofo con una militancia al viejo estilo en uno de los grandes partidos comunistas occidentales” (Rendueles, 2006, p. 61), quien estranguló a su mujer, pero nunca fue procesado por ello.

Al igual que todos los seres humanos, los profesores presentan una amplia diversidad, y así perdurará.

La personalidad del profesor

Muchos de los adjetivos mencionados anteriormente reflejan aspectos muy personales del profesor. El temperamento es uno de ellos: hay profesores extrovertidos e introvertidos, flemáticos y coléricos, que son así y han sido así “desde la cuna”. Existen también profesores agresivos, así como otros tímidos. Y no faltan los profesores “suplentes”, entrañablemente descritos en un conmovedor cuento de Julio Ramón Ribeyro.

Sin embargo, hay aspectos que no pueden abordarse porque pertenecen a una esfera muy privada del docente. Preguntas como ¿Quién lo convocó? ¿En qué momento de su vida asumió el rol de docente? Y hay otras más: ¿Se dedica solo a la docencia o realiza otras actividades profesionales, considerando la docencia un complemento? ¿Se siente a gusto como docente? ¿Se realiza en ella o tal vez no?

            Es evidente que estas preguntas no pueden formularse cada vez que un alumno o el decano de una facultad se encuentran frente a un profesor. Resulta claro que, en el desempeño de su trabajo, “en el terreno mismo de los hechos”, como suele decir, algunas de ellas quedarán resueltas: el cumplimiento y el rendimiento del profesor responderán a esas interrogantes.

            En una ocasión, un profesor de destacada trayectoria, admirado por sus alumnos, planteó una pregunta inquietante: ¿Cuántas líneas del “libro” que sería la vida de los estudiantes estarían dedicadas a él y su trabajo? ¿Ocupará alguna o simplemente el tiempo borrará su nombre de la memoria de los estudiantes?, cuestionaba.  Esta duda, surgida probablemente de reflexiones sobre el impacto y el sentido de su labor, resulta angustiante.

            Una interrogación como esa surge cuando el profesor reflexiona acerca de su quehacer y su propósito. La educación es una creación humana, un producto cultural; no existe educación entre los animales.

Precisamente porque la educación es una creación humana, es susceptible de fallos. Los más sanguinarios dictadores del siglo XX también recibieron influencias educativas, influencias que, en muchos casos, fueron benéficas. Pero no fueron determinantes en sus vidas posteriores: Mussolini era abogado de profesión; Pol Pot, el genocida camboyano, egresado de la École française d'électronique et d'informatique; Stalin recibió la educación que debía conducirlo al sacerdocio en la iglesia ortodoxa; y Mao Tse-Tung fue profesor. ¿Qué falló en ellos? ¿Qué rol cumplieron sus profesores?

            Toda profesión, por atractiva que sea para quien la ejerce, incluye actividades rutinarias derivadas de su naturaleza. Incluso el militar más apasionado se aburre durante la guardia nocturna, del mismo modo que el médico que debe vacunar a cientos de pacientes.

El trabajo docente no es ajeno a esta realidad. Todos reconocen su importancia. No existe gobernante que no haya alabado al docente y a su abnegada labor. Sin embargo, esta labor sigue contando, en términos generales, con un reconocimiento social moderado y está asociada a remuneraciones mucho más modestas. La sociología del trabajo docente aborda un campo en el que las exigencias son numerosas, pero las recompensas escasas.

A pesar de ello, el profesor sigue siendo el principal protagonista del aula. El docente elabora el syllabus, organiza el material, prepara y corrige los exámenes, y aplica criterios de suficiencia, excelencia o deficiencia a la hora de calificar a sus alumnos. Así ha sido desde siempre, y así parece que continuará siendo.

Sin embargo, como suele sucede, dentro de esa continuidad ha habido cambios. Siendo el principal protagonista de la labor educativa, el profesor ha ido perfeccionando su rol y dejando de lado algunas características que en el pasado lo adornaban. El magister dixit, que evoca figuras como Tomás de Aquino, hoy resulta impensable. Ni siquiera los consagrados Premios Nobel pueden reclamar la última palabra en estos temas, como lo demuestra la polémica en torno a las ideas de Milton Friedman, Premio Nobel de Economía del 1976, especialmente en lo que respecta a los Chicago boys.

El profesor que lo sabe todo, que se desplaza con soltura en campos como la filosofía, el derecho, la antropología y hasta la astronomía, como los fue Inmanuel Kant; desaparecido con él. Hoy en día, el docente es un especialista, enfocado en un área concreta e incluso en un par de temas muy específicos. El profesor orador, que cautivaba a los alumnos no solo por su conocimiento, sino también por la elocuencia de su discurso, es hoy día un “rara avis”, sustituido por el profesor que maneja el internet y actualiza sus conocimientos en prezi y PowerPoint cada semestre.

Ha surgido también, entre tanto, el profesor investigador, el research professor, concentrado principalmente en el trabajo investigatorio y liberado, en buena medida, del dictado de clases. En realidad, el research professor siempre existió, porque una de las máximas del gran reformador de la universidad alemana, Wilhelm Von Humboldt, era que el profesor debía enseñar lo que había obtenido como fruto de su trabajo investigatorio.

También ha emergido lo que podría denominarse el profesor como facilitador, quien no posee la sabiduría de un Tomás de Aquino (¿quién podría tenerla hoy?), pero sí la paciencia y el conocimiento (y la juventud, no hay que olvidarlo) para guiar al alumno por los vericuetos bibliográficos y por las cimas y abismos del conocimiento.

En los que respecta al status del profesor, también han cambiado aspectos desde la Edad Media:

Los docentes se concebían como personalidades públicas, por lo cual debían llevar una vida ejemplar, tanto en lo moral (se les exigía el celibato y la castidad, las cuales infringiría Abelardo, preciso es recordarlo) como en lo religioso. Sobresalieron los docentes de la orden de los mendicantes cuyo carisma radicaba en el voto de pobreza, pues subsistían mantenidos por la caridad. Dominicos (como Tomás de Aquino), Carmelitas, Servitas y Franciscanos, fueron las órdenes más destacadas. Por su parte, otro de los requisitos fue ser eclesiástico, no necesariamente sacerdote, pues era suficiente con haber recibido la tonsura como claro gesto de renuncia al mundo. Los docentes debían usar hábito y cambiarse de nombre, este fue quizá un elemento de un ritual de muerte y de renacimiento que borraba los pecados anteriores. Quienes optaban por la docencia renunciaban también a contraer matrimonio, llevando una vida acorde con su situación jurídica (Romero & Pupiales, 2013, p. 235).

Todavía en el siglo XIX “un profesor de universidad en su nivel más elevado, el catedrático, disponía de una consideración de funcionario de alto nivel. Se trataba de un reconocimiento a su función docente, pero también una garantía de la libertad de catedra reconocida en muchos países” (Puigdomènech, 2021, p. 48). Hoy ya no es así. El profesor universitario, con las excepciones del caso, es un ciudadano más. Su prestigio es mucho menor que en el pasado, así como sus ingresos económicos no pueden competir con los de altos ejecutivos en la empresa privada.

Si Tomas de Aquino y Alberto Magno daban clases a veinte o treinta alumnos, y probablemente estamos exagerando, los profesores de hoy se enfrentan a aulas multitudinarias, muchas veces con 80 o más alumnos. Y, por si fuera poco, la hora docente que antes era sinónimo de una “hora normal” ha sido recortada a estrictos 45 minutos, y los cursos de duración anual han cedido su lugar a los cursos semestrales, cuando no han desaparecido por considerarse innecesarios según algunos burócratas de la educación.

Enfrentando una realidad como esa, resulta lógico que el profesor haya tenido que adaptarse, desarrollando nuevas habilidades y competencias. Las horas de asesoría, en las que podía atender tranquilamente a un alumno, son también cosa del pasado. En la puerta de la oficina de muchos profesores, los alumnos hacen cola en esas horas, para verdadero espanto del docente.

            A despecho de todo esto, de todos estos desafíos, hay algo que no se ha modificado y que constituye el núcleo de la fortaleza o debilidad del profesor: su personalidad. Hacer referencia a la personalidad del profesor puede parecer una perogrullada: al fin y al cabo, todo ser humano tiene personalidad. Pero lo aquí se pretende señalar es un conjunto de características que le son propias y que cobran una significación particular cuando el profesor está en el ejercicio de la docencia.

            Se considera importante destacar cuatro aspectos de la personalidad docente: 1) el nivel de actualización del profesor, estrechamente asociado al interés o desinterés por su carrera y por su labor docente; 2) el compromiso en el cumplimiento de los aspectos formales de su trabajo docente (puntualidad, desarrollo adecuado de la programación, entrega de exámenes, esclarecimiento de los resultados obtenidos por los alumnos); 3) la interacción con los alumnos; y, 4) su capacidad autocrítica.

Actualización del profesor

Volviendo una vez más a Tomás de Aquino, surge una pregunta: ¿actualizaba sus conocimientos? ¿se preocupaba por estar al día de los “últimos avances” en su campo de estudio?

No es necesario señalarlo, pero resulta oportuno recordarlo: en la época en que Tomás de Aquino vivió, no existían periódicos ni revistas científicas; tampoco había internet ni telégrafo. En la visión estereotipada que tenemos de la Edad Media, esta se presenta como una “noche oscura” (aunque, en parte, esto es cierto), si bien la oscuridad no era tan impenetrable como se imagina hoy en día.

            Es necesario decir que la universidad medieval era muy diferente a la actual. No poseía patrimonio alguno ni contaba con un inventario considerable, debido a su limitado capital. Las clases se realizaban en espacios que hoy serían considerados indignos para la labor docente: buhardillas alquiladas que no siempre estaban acondicionadas para tal fin. Y cuando las condiciones lo permitían, las clases se llevaban a cabo al aire libre (Hoyer, 2015).

            Al igual que todos en ese tiempo, Tomás de Aquino dependía de un proceso autodidáctico, con el apoyo de sus maestros, especialmente Alberto Magno, quien lo introdujo en el conocimiento de la filosofía aristotélica. Hombre de estudio incansable y de intelecto ordenado, la actualización del doctor Angélico era producto de su meditación, dado que existían pocos recursos a los que recurrir en esa época. En la Edad Media, el conocimiento avanzaba lentamente, especialmente en el ámbito científico y filosófico, ya que la reflexión filosófica debía estar al servicio de la teología: philosophia ancilla theologiae.

Hoy en día, es común hablar de la multiplicación y la gestión del conocimiento. La ciencia contemporánea ha demostrado que lo que hasta hace algunos años se consideraba esencial en ciertas disciplinas, hoy es visto como obsoleto.

Camargo (2018, p. 56) escribe lo siguiente:

El reconocido pensador estadounidense Richard Buckminster Fuller (1895-1983) postuló la llamada knowledge doubling curve (‘curva de duplicación del conocimiento’), en la que graficó cómo el conocimiento de la humanidad se duplica a un ritmo apresurado. Teniendo en cuenta distintos factores, estableció que en 1900 la humanidad duplicaba todo su saber cada 100 años; en 1945, cada 25 años, y en 1975, cada 12 años. Hace unas semanas, viendo con mi hijo un programa de la National Geographic, se comentaba que actualmente esa tasa apenas supera el año y que para el 2020 será de 72 horas.

Es impensable realizar una labor docente sin un proceso constante de actualización. Los docentes disponen de una vasta cantidad de recursos, como libros, revistas especializadas, bases de datos y una multiplicidad de congresos y simposios, a los cuales antes solo se podía asistir de forma presencial, pero hoy se puede participar virtualmente. Existe una gran cantidad de recursos; solo falta un factor: tiempo.

El proceso de actualización puede ser impulsado por la universidad misma o realizado de manera autónoma por cada persona. Hoy la actualización se ha convertido en una necesidad ineludible. Muchos de los problemas que hoy desafían a la humanidad no existían hace cien años. Sobre muchos de ellos se conoce muy poco, y sus consecuencias a mediano y largo plazo solo pueden ser objeto de especulación. ¿Quién hablaba hace un siglo del calentamiento global? ¿Quién se atreve hoy a pronosticar hacia donde nos llevará este fenómeno y qué impacto tendrá sobre la especie humana?  ¿Qué tan importante era la ingeniería genética en1900? ¿Hasta dónde llegaremos si sigue desarrollándose? Muchos se preguntan si sería prudente poner límites a nuestra ambición por conocer (Shattuck, 1998).  Vivimos en una época en la que estamos obligados a aprender constantemente, a explorar terrenos desconocidos, con todo lo estimulante pero también peligroso que ello implica.

La actualización tiene un efecto positivo sobre la personalidad del profesor, pues le proporciona la seguridad de contar con nuevas herramientas didácticas y nuevos conocimientos, permitiéndole estar al día. La dedicación a un desarrollo profesional continuo refuerza su confianza en el ámbito académico y se refleja en su imagen social (Prados, 2010).

Sin embargo, la actualización del profesor también tiene un impacto en el alumno. Este no debe aburrirse escuchando lo que ya ha leído en el manual del curso. Al contrario, debe ingresar a un horizonte intelectual nuevo, lleno de preguntas y desafíos que tendrá que enfrontar en un futuro cercano.

Mendoza y Roux (2016, p. 45) definen de la siguiente manera el desarrollo profesional docente:

El desarrollo profesional docente puede dividirse, de manera general, en dos etapas: la formación y el desarrollo profesional continuo. La etapa de formación se relaciona con la capacitación y la instrucción de los futuros docentes; se trata de alumnos que aún no tienen experiencia frente a grupo. La etapa de desarrollo profesional continuo, por el contrario, se refiere a los mecanismos y estrategias encaminados a consolidar las habilidades docentes adquiridas en la primera etapa, pero también ؚ lo cual es más importante a darle continuidad al desarrollo de las competencias docentes de profesores en servicio.

El desarrollo profesional docente es una tarea que acompaña a los educadores a lo largo de toda su vida laboral. Es de suponer que, con el avance de las nuevas tecnologías aplicadas a la docencia, los docentes deberían redoblar sus esfuerzos de capacitación.

Compromiso con la labor docente

La palabra compromiso tiene diversos significados, tantos que podría ser necesario emplear otro para designar la relación que el profesor debe establecer con su actividad. Tal vez el término ilusión sería apropiado, como lo sugiere Julián Marías, el gran filósofo español: “Si el maestro, por su parte, no siente ilusión por su menester, y concretamente por sus discípulos, en grado muy alto por algunos, su función es una forma deficiente, una degeneración de una vocación” (Marías, 1990, p.23).

No obstante, no basta con mantenerse actualizado y renovar el conocimiento. Es igualmente necesario que el profesor conserve y siga practicando costumbres establecidas costumbres que se relacionan con aspectos formales del trabajo docente, comenzando por la puntualidad.

            La puntualidad del docente constituye un factor muy importante en la valoración de su profesionalismo. El manejo de los tiempos está vinculado a la satisfacción laboral y a un proceso autorregulatorio de la conducta (Lay & Schouwenburg, 1993).

            El tiempo es un recurso democrático, ya que todos tienen libre acceso a él. En la vida de cualquier persona, 24 horas son eso: 24 horas. Ni un minuto más ni un minuto menos. Cada uno decidirá, según su perspectiva, cómo emplearlas, ya que, siendo un recurso disponible para todos, el tiempo es rígido (no puede alargarse), no existe forma de almacenarlo ni de recuperarlo (¡aunque Marcel Proust haya titulado a su obra más conocida A la recuperación del tiempo perdido!), ni puede ser remplazado (Drucker, 1967). Aunque carezca de precio, es una “materia prima” de elevado valor.

            Una de las más frecuentes críticas de los alumnos hacia los profesores es la impuntualidad. Aunque los propios estudiantes (como suele suceder) no practiquen la virtud de la puntualidad, esperan que sus profesores sí lo hagan. Es importante reconocer que, en comparación con la puntualidad anglosajona, el respeto por los tiempos de clase entre los latinoamericanos suele ser muy laxo (Lahrichi, 2016), y que la impuntualidad en esta parte del mundo no genera consecuencias negativas, lo cual podría estar en la raíz del problema.

            Por otro lado, la puntualidad horaria, aunque muy valiosa, no es la única cualidad requerida. También son necesarias y demandadas otras formas de puntualidad, tales como la entrega de syllabus, los resultados de los exámenes y la asignación de tareas. Igualmente, la puntualidad en la entrega de los dictámenes de las tesis (los temidos informes de tesis). Con frecuencia, los profesores no otorgan importancia a estas “puntualidades”, olvidando sus propios años como estudiantes y sin percatarse de cómo los estudiantes viven el mundo académico, ya sea con entusiasmo o con angustia frente a las tareas a cumplir, con esperanza o desilusión respecto a su rendimiento en los exámenes, o presionados por la inminente graduación. Por respeto a los sentimientos de los alumnos, los profesores deberían ser puntuales a la hora de comunicar los resultados de una prueba, como solo un ejemplo.

Es cierto que la rutina de los años puede minar el entusiasmo del profesor por su trabajo; es cierto también que los casos de burnout entre docentes son numerosos (Agyaopong et al., 2022; Skaalvik & Skaalvik, 2020), pero igualmente se espera que el docente cumpla con sus compromisos.

Cuando se cumple con estos compromisos, se activa todo un sistema de recompensas, algunas tangibles (como la tenure en los Estados Unidos, y el nombramiento en cargos permanentes, o la promoción de una categoría docente superior) y otras intangibles (como la designación como “profesor del año”, la solicitud para asumir el padrinazgo de un grupo de egresados, o la obtención de diplomas por excelencia docente).

Con excepción de las recompensas tangibles, nunca se ha evaluado la efectividad ni las consecuencias de las recompensas intangibles. No solo de pan vive el hombre, y se supone que la mayoría de estas recompensas representan un apoyo significativo para quien las recibe, quien renovaría y fortalecería aún más su compromiso con la labor docente.

El aula es espacio de exposición pública. Los estudiantes dirigen su mirada hacia el profesor, quien debe procurar ofrecer la mejor imagen posible. Aunque en la actualidad el traje y el terno han perdido algo del prestigio que ostentaban en tiempos anteriores, aún siguen siendo relevantes. Algunas universidades y colegios imponen la norma de vestimenta formal para los docentes. Esta idea puede parecer algo anticuada, pero lo cierto es que el cuidado que el profesor pone en su presencia juega un rol en la valoración que los estudiantes hacen de él.  Los docentes bien vestidos suelen ser considerados más organizados, informados y mejor preparados, mientras que aquellos que visten ropa informal son percibidos como más amigables, flexibles, comprensivos, justos y entusiastas, según el juicio de los estudiantes (ver Rollman, 1980; Kashem, 2019).

Aunque pueda parecer sorprendente que factores como el atuendo personal influyan en la imagen social del profesor, esto se comprende mejor si se considera que la labor docente es uno de los muchos escenarios de la interacción social. Existen otros escenarios igualmente relevantes: el deportivo, el doméstico, el comercial, y el político, entre otros. Cada uno de estos escenarios tiene sus propias reglas y valor asignado.

El valor que se asigna al escenario docente, donde el profesor y el alumno se interactúan, es muy elevado. Los padres de familia, así como la sociedad en general, confían en el profesor, no solo por sus conocimientos, sino también por su comportamiento y los valores que transmiten tanto en su labor docente como en su relación con los educandos, particularmente en la enseñanza primaria y secundaria. A nivel universitario, son muchos los que reconocen que la influencia de maestro fue determinante en la elección de una carrera, en la elaboración de un trabajo de tesis, en la dedicación a la investigación y en el esfuerzo constante por la capacitación.

El trato con los alumnos

El trato con los alumnos es un tema muy importante, especialmente considerando que el número de alumnos se ha multiplicado. Hay profesores que, en universidades, deben gestionar entre una y otra aula y entre una asignatura y otra, cientos de alumnos, cada uno con su mundo propio, intereses particulares y formas de acercarse a la disciplina que estudian. No es fácil recordar tantas caras ni abordar de nuevo los problemas y expectativas de un alumno después de haber conversado con cincuenta de ellos.

No obstante, en todos los casos, resulta recomendable, e incluso indispensable, que el profesor muestre hacia los alumnos lo que Carl Rogers (1986) denominó la “consideración positiva incondicional”, esto es, una actitud de respeto y reconocimiento de la individualidad de cada estudiante. Esta actitud favorece que la relación y la interacción entre ambos se conviertan en elementos coadyuvantes del proceso de aprendizaje.

En toda aula existen alumnos excelentes, buenos, regulares y malos. Los profesores, por lo general, suelen concentrarse en los estudiantes excelentes y buenos, prestan algo de atención a los regulares y olvidan de los considerados malos. Los alumnos “malos” pueden ser realmente desinteresados, vagos, con escaso interés académico, que asisten a la universidad simplemente porque no encuentran otro lugar.

Sin embargo, hay “malos” que pueden ser rescatables. Entre ellos se incluyen alumnos tímidos, desorientados, poco asertivos, o aquellos afectados por problemas externos al aula (como, por ejemplo, los que viven en hogares con matrimonios en crisis). Este grupo de alumnos puede ser rescatado, y el docente debe dedicarles algo de su atención, pues en muchos casos, la atención que se les brinda se convierte en el estímulo necesario para que se concentren en su desarrollo académico o enfrenten mejor las dificultades por las que atraviesan.

Un tema especialmente delicado en la relación con los alumnos es el relacionado con las evaluaciones, que siempre forman parte del proceso de aprendizaje. La imparcialidad del docente es clave en este ámbito. Hoy en día se han desarrollado diversos sistemas de evaluación, y en cada institución educativa existen normas al respecto, que se expresan, por ejemplo, en el “peso” que se concede a los exámenes, ensayos, pruebas, exposiciones, entre otros, con la finalidad de hacer justicia a su significado y, al mismo tiempo, proporcionar al docente parámetros lo más objetivos posibles para evaluar a cada alumno.

No obstante, no existe una regla o fórmula infalible para evitar los reclamos estudiantiles sobre las calificaciones. Es evidente que los alumnos están pendientes de ellas, y, en momentos clave, están dispuestos a “pelear” por el medio punto, como si se tratara de la batalla de Waterloo. Las calificaciones tienen un valor significativo, además de ser usadas por muchos estudiantes para obtener becas, semibecas o ayudas de universidades u otras instituciones, o para asegurar una posición en el quinto superior,  con las respectivas certificaciones que respaldarán sus postulaciones a empleos o programas de posgrado.

Por lo tanto, resulta evidente que la calificación es un tema que debe recibir una atención especial por parte del docente, no solo debido al mandato de objetividad que debe regir en su labor, sino también por las consideraciones expresadas anteriormente.

La capacidad autocrítica y la excelencia del docente

En la actualidad se habla de la excelencia, pero rara vez se la define con precisión. El término es lo suficientemente amplios como para abarcar diversas cualidades, algunas de las cuales pueden ser incluso contrapuestas.

La excelencia se ha convertido en un imperativo de nuestros tiempos, tiempos caracterizados por altas exigencias. A menudo, se la asocia con la competitividad y con lo que se entiende por emprendimiento. Además, implica una considerable dosis de creatividad, otra de las cualidades más demandadas en la actualidad.

Se habla tanto de excelencia y se insiste en ella que podría creerse que no ha habido excelencia en el pasado. La excelencia siempre ha existido. Ha estado presente en el arte, incluso en épocas complicadas, como lo demuestra la obra de Miguel Ángel. Ha existido también en la literatura, con autores como Shakespeare, Cervantes y, más reciente, Dostoievski, quien, a pesar de sus tormentos y su epilepsia, dejó un legado literario invaluable.

En el ámbito científico también ha existido excelencia. ¿Acaso no es Newton un ejemplo de ella? Él, que fue un hombre problemático, desarrolló sus teorías en un “laboratorio” que hoy provocaría la mirada despectiva de los científicos.  El hecho de que anualmente se publiquen biografías y estudios sobre él, alguien que murió hace varios cientos de años, es un indicador de la fascinación que sigue despertando su obra. Lo mismo ocurre con Darwin, Freud y Einstein.

Lo interesante es que ninguno de ellos pensó, como ocurre hoy, en la excelencia como un objetivo en sí mismo. Cultivaron lo que Howard Gardner (1995) denomina “el pacto fáustico”: la pasión por lo que hacían y la exploración de territorios desconocidos.

Aún más interesante y aleccionador es que sus esfuerzos y dedicación no siempre fueron reconocidos, e incluso enfrentaron críticas severas y hasta maliciosas. Carl Sagan, uno de los más ilustres divulgadores científicos, fue objeto de ataques “debido a su discutible hábito de hacer accesible y popular la ciencia” (De Semir, s. f., p. 83).

En el mundo de la docencia, se puede afirmar que la excelencia es aquella cualidad del docente que le permite alcanzar resultados óptimos en su labor pedagógica. Esos resultados se manifiestan en la actualización del contenido, la calidad de la didáctica, la calidad en el trato con los estudiantes y la imparcialidad en las evaluaciones.

La actualización del contenido debe reflejar los cambios que se producen en el conocimiento: saberes que se incorporan y saberes que se descartan. En todas las ciencias se produce este fenómeno, aunque en algunas con mayor frecuencia que en otras. Algunos cambios son apenas son registrados por la opinión pública, dado que la velocidad con que se genera el conocimiento es tal que resulta difícil seguirle el ritmo. En muchos casos, solo con el paso del tiempo se toma conciencia de los descubrimientos y de sus consecuencias sociales. La presentación del estado del saber exige que el docente no solo se actualice, sino que también reflexione sobre qué debe ser presentado y destacado en sus clases, y qué puede omitir o mencionar brevemente.

La postmodernidad exige este tipo de revisión constante: cuestionar lo establecido y proporcionar alternativas. Esta realidad resulta dramática, casi aterradora, pues no hay nada más cómodo que vivir en un mundo predecible en el que las cosas “son como son”. Ese mundo pertenece al pasado. Los seres humanos deben estar preparados para un mundo cambiante, donde los giros imprevistos acaben con lo seguro y lo familiar, y abra las puertas hacia un camino cuyo curso es incierto.

Este contexto ha determinado que casi todos los aspectos del trabajo educativo estén en constante reformulación: no solo el contenido, sino también la programación, la jerarquía de temas y la manera en que se presentan.

La calidad de la didáctica es uno de los aspectos enfatizados en los programas de capacitación docente. El manejo de las nuevas tecnologías se ha vuelto imprescindible, y se espera que los docentes las utilicen para crear presentaciones y clases de “alto impacto”. Este concepto merece una aclaración, ya que el impacto de una clase se refiere a la atención que genera en los estudiantes, al interés que despierta por preguntar o investigar más sobre el tema, y a la originalidad o novedad con que el profesor presenta el contenido de su exposición.

Las presentaciones de alto impacto requieren un esfuerzo particular por parte del docente, quien debe poseer la capacidad empática para “adivinar” y “sintonizar” con el público. Este esfuerzo debe ir acompañado de un compromiso integral con la labor educativa. En muchos aspectos, el proceso de impartir clases de alto impacto guarda similitudes con la actuación teatral.

Es indiscutible que existen similitudes entre el teatro y la docencia: esfuerzo y revisión son fundamentales tanto en el ámbito del histrionismo como en el desempeño docente. Aunque algunos profesores de amplia trayectoria confían en su experiencia y recursos adquiridos a lo largo de los años, este enfoque es más la excepción que la norma.

Por otro lado, tanto el actor como el docente son objeto de atención constante, sujetos a evaluaciones críticas desde diversas perspectivas: ¿Es la persona indicada aquella que desempeña un rol en la obra de teatro o que enseña tal o cual curso? ¿Tiene dominio del personaje que asume o del tema que enseña? ¿Tiene recursos suficientes como para improvisar allí donde un indeseable y momentáneo olvido amenaza con opacar su trabajo? ¿Inspira o aburre? ¿Nos lleva a cuestionar, nos deja pensando, o, después de su presentación, “todo sigue igual”?

Estas son algunas de las altas expectativas a las que tanto actores como docentes deben enfrentarse. A lo largo de su carrera, deben buscar superar estas barreras tanto en el desempeño del rol o la asignatura como en la dimensión ética que subyace a su trabajo. ¿Está el actor, está el docente entregando lo mejor de sí mismo, dando todo aquello de lo que es capaz?

La revisión crítica de las propias acciones, la evaluación objetiva de cómo se lleva a cabo el trabajo y la reflexión sobre las fortalezas y debilidades personales son actividades que no solo deben realizar los docentes, sino todos los profesionales. Solo mediante este proceso es posible asegurar que la calidad de su trabajo sea lo mejor posible.

Palabras finales

Nadie puede predecir con certeza hacia dónde se dirige el mundo. Hace unos cincuenta o cien años, las personas podían prever, de alguna forma, lo que depara el futuro. Hoy en día, eso ya no es posible. El desarrollo tecnológico avanza a una velocidad vertiginosa, lo que dificulta mantenerse al día con él. A ello se suman lo que Rubini (2023) denomina “megaamenazas”, que afectan al mundo moderno: el calentamiento global, la ubicuidad del terrorismo, las oleadas de populismo y autoritarismo, la globalización, y el crecimiento apabullante de la inteligencia artificial.

Estos son campos recién explorados, cuyas implicaciones son inciertas y no sabemos cómo actuar respecto a ellos en el largo plazo. Si bien el futuro ha sido incierto, hoy más que nunca lo imprevisto jugará un rol decisivo (Taleb, 2013). Sin embargo, hay una certeza fundamental: mucho de lo que hoy consideramos habitual experimentará cambios sustanciales en el corto y mediano plazo.

Por tanto, la educación nunca ha sido tan esencial para ofrecer a los estudiantes las herramientas cognitivas necesarias para enfrentar el futuro, el cual, aunque muchos no lleguemos a ver, será el mundo que los niños y adolescentes de hoy vivirán.

Conflicto de intereses

El autor declara que no existe conflicto de intereses para la publicación del presente artículo científico.

Responsabilidad ética o legal

El autor confirma que las fuentes utilizadas en esta investigación fueron debidamente verificadas. Se cita, de manera textual o parafraseada, ideas provenientes de otras investigaciones, reconociendo la autoría correspondiente.

Declaración sobre el uso de LLM (Large Language Model)

Este artículo no ha utilizado para su redacción textos provenientes de LLM (ChatGPT u otros).

Financiamiento

El presente trabajo fue autofinanciado por el autor sin recursos externos.

Correspondencias: rld310850@yahoo.com.mx

 

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Trayectoria académica

Ramon Alberto León Donayre

Doctor Philosophiae (Universidad de Würzburg, Würzburg, Alemania Federal, con el calificativo de magna cum laude), Becario Doctoral y Postdoctoral de las Fundaciones Konrad Adenauer y Alexander Von Humboldt (Alemania Federal, respectivamente), Premio Nacional de Psicología 2005.


   

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